1.- Antecedentes.
El artículo 2 b) de la Ley de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, recogiendo
la doctrina del Consejo de Estado francés, excluyó del conocimiento del orden
jurisdiccional contencioso-administrativo las cuestiones que se suscitasen en
relación con los actos políticos del Gobierno, sin perjuicio de las
indemnizaciones que fueran procedentes, cuya determinación sí correspondería a
este orden jurisdiccional. Señalaba así su exposición de motivos que los actos
políticos «no constituyen una especie del género de los actos discrecionales,
caracterizada por un grado máximo de discrecionalidad, sino actos esencialmente
distintos, por ser una la función administrativa y otra la función política,
confiada únicamente a los supremos órganos estatales».
Ante las numerosas críticas que este
precepto había recibido, en la preparación de la vigente Ley de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1998, se barajaron
diversas posibles opciones, desde el silencio de la ley sobre los actos
políticos hasta la definición de éstos. La opción finalmente elegida es
incomprensible si no se conocen los antecedentes del precepto. La LJCA/1998, en
su artículo 2 a ),
confiere al orden jurisdiccional contencioso-administrativo el conocimiento de
las cuestiones que se susciten en relación con «la protección jurisdiccional de
los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las
indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del
Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera
que fuese la naturaleza de dichos actos».
Este precepto no puede ser interpretado «a
sensu contrario», puesto que el orden contencioso-administrativo también es
competente para conocer de otros supuestos en que se impugnen actos del
Gobierno, aunque no se vulneren derechos fundamentales y el acto sea
discrecional (dentro de los límites del control de la discrecionalidad). No
cabe pensar que, dada la consideración del «Gobierno y la Administración como
instituciones públicas constitucionalmente diferenciadas» (exposición de
motivos de la LRJ-PAC), los actos del Gobierno no sean susceptibles de control
por el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, por considerar que el
Gobierno no sería Administración, que es la sometida a la fiscalización de este
orden jurisdiccional (arts. 9 LOPJ y 1 LJCA), de suerte que todos los actos del
Gobierno no incluidos en el precepto objeto de comentario estarían excluidos de
recurso contencioso-administrativo. Ello sería absurdo, pero ciertamente la vigente LJCA ,
literalmente, parece decir eso mismo. Lo que sucede es que, en principio, el
orden jurisdiccional contencioso-administrativo no puede invalidar decisiones
políticas del Gobierno (lo que se supone implícito en el art. 1.1) pero sí es
competente, aunque se trate de actos políticos, en los casos contemplados por
el vigente artículo 2 a ).
Lo absurdo de la redacción vigente
pretende justificarse en la exposición de motivos de la Ley con una tesis
radical y no amparada ni por la doctrina mayoritaria ni por la jurisprudencia
de los Tribunales Constitucional y Supremo. En efecto, pretende la citada exposición
que el concepto de acto político resulta inadmisible en un Estado de Derecho,
y, por si alguna duda pudiera caber al respecto, se señala, en términos
positivos, una serie de aspectos sobre los que en todo caso será siempre
posible el control judicial. Pero esta afirmación es discutible, como
examinaremos a continuación. Por ahora basta indicar que no es España el único
Estado de Derecho en que se admite la categoría de los actos políticos, con
mayor o menor extensión.
2.- Qué son los actos políticos.
En principio, los actos políticos del
Gobierno son los que este puede dictar no como órgano administrativo sino como
órgano constitucional al que, según el artículo 97 CE, le corresponde la
dirección política del Estado, en contraposición a la función ejecutiva y la
potestad reglamentaria que le corresponden como órgano superior de la
Administración del Estado, toda vez que cuando el Gobierno actúa como órgano
político o constitucional no forma parte de la Administración. Así ,
la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de julio de 1991 (RJ 1991, 7553), se
refiere a «la función política que, por imperativo constitucional, reflejado en
el artículo 97 de la Constitución, compete a ese órgano estatal en su dimensión
de órgano constitucional, y ajena por tanto a su posible actuación como supremo
órgano de la Administración».
Por ello, de determinadas actuaciones del
Gobierno, referidas fundamentalmente a relaciones entre poderes del Estado y
relaciones internacionales, se predica su carácter político y su sujeción a
otros controles, como la responsabilidad política que puede exigir el
Parlamento o los conflictos constitucionales de que conoce el Tribunal
Constitucional.
GARRIDO FALLA cita, como posibles supuestos de acto
político, la iniciativa legislativa (art. 87 CE), la dirección política
interior y exterior del Estado (art. 97 CE), las relaciones con las Cortes
(arts. 110-112 CE) y su disolución (art. 115 CE), la elaboración de los
presupuestos generales del Estado (art. 134 CE), la emisión de deuda pública (art.
135 CE), la intervención en la designación del Fiscal General del Estado (art.
124.4 CE) y de los miembros del Tribunal Constitucional (art. 159.1 CE), la
fiscalización extraordinaria de las Comunidades Autónomas (art. 155 CE) y la
iniciativa de reforma constitucional (art. 166 CE).
Según la Sentencia del Tribunal
Constitucional de 15 de marzo de 1990 (RTC 1990, 45), cuyo ponente fue el
Excmo. Sr. LEGUINA VILLA,
«no toda
actuación del gobierno, cuyas funciones se enuncian en el artículo 97 del Texto
Constitucional, está sujeta al Derecho administrativo. Es indudable, por
ejemplo, que no lo está, en general, la que se refiere a las relaciones con
otros órganos constitucionales, como la decisión de enviar a las Cortes un
proyecto de ley u otros semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple
también la función de dirección política que le atribuye el mencionado artículo
97 CE. A este género de actuaciones del Gobierno, diferentes de la actuación
administrativa sometida a control judicial, pertenecen las decisiones que
otorgan prioridad a una u otras parcelas de la acción que le corresponde, salvo
que tal prioridad resulte obligada en ejecución de lo dispuesto por las leyes».
Por su parte, la Sentencia 196/90, de 29
de noviembre de 1990 (RTC 1990, 196), del propio Tribunal Constitucional y con
el mismo ponente, estima que «merecen la calificación de «actos políticos»,
única y exclusivamente, los actos de relación entre órganos constitucionales y
los relativos a la participación internacional del Estado». Confirma esta tesis
la STC de 26 de noviembre de 1992 (RTC 1992, 204).
La jurisprudencia se ha centrado,
fundamentalmente, en los supuestos de relaciones entre los poderes del Estado,
como la denegación de la solicitud de ejercicio de la iniciativa legislativa o
el ejercicio de ésta (STS 13 marzo 1990 [RJ 1990, 1938]; 25 octubre 1990 [RJ
1990, 7972]; y 10 diciembre 1991 [RJ 1991, 9254]) o la designación del Fiscal
General del Estado (STS 28 junio 1994 [RJ 1994, 5050]). Sin embargo, el
Tribunal Supremo ha apreciado la existencia de actos políticos en otros casos,
tales como la resolución sobre la solicitud de actualización de rentas prevista
en la Ley de Arrendamientos Urbanos (STS 6 noviembre 1984 [RJ 1984, 5758])
matizada por las posteriores de 11 mayo 2000 [RJ 2000, 7081] y 29 mayo 2000 [RJ
2000, 6551]), la denegación de la convocatoria de plazas en la función pública
(STS 2 octubre 1987 [RJ 1987, 6688]), la determinación del salario mínimo
interprofesional (STS 24 julio 1991 [RJ 1991, 7553]) o el ejercicio de la
potestad reglamentaria por el Gobierno (STS 26 febrero 1993 [RJ 1993, 1431]).
Pero ha rechazado como actos excluidos de control jurisdiccional diversos
supuestos contemplados por la preconstitucional LJCA /1956 en su artículo 2 b)
(STS 3 enero 1979 [RJ 1979, 7]; 28 noviembre 1980 [RJ 1980, 4841]; 3 marzo 1986
[RJ 1986, 2305]; 25 junio 1986 [RJ 1986, 3778]; y 6 julio 1987 [RJ 1987,
3228]).
3.- Control de los actos políticos.
En principio, tras la Constitución, el
Tribunal Supremo mantuvo la exclusión del artículo 2 LJCA con los requisitos
anteriormente señalados por la jurisprudencia anterior: que se trate realmente
de un acto político por su naturaleza, carácter y finalidad (entendiendo que la
función política se ha de circunscribir a los actos de relación internacional y
los actos constitucionales entre los poderes públicos), y que derive del
Gobierno en su unidad conjunta y no de otro órgano individual o colectivo (Cfr.
STS 26 abril 1980 [RJ 1980, 2658], y 3 marzo 1986 [RJ 1986, 2305]). El Tribunal
Supremo, mediante auto, inadmitió un recurso contra el envío de tropas al Golfo
Pérsico, ante la invasión de Kuwait por Irak, aunque el acto había sido
adoptado por una Comisión Delegada del Gobierno, por entender que se trataba de
un acto dictado por delegación, que se entiende dictado por el delegante (como
establece el actual art. 13.4 LRJ-PAC), pero, a pesar de su nombre, no parece
que las Comisiones Delegadas se limiten a ejercer facultades delegadas sino que
tienen sus propias competencias, como resulta de los Reales Decretos que las
crean y regulan y la
vigente Ley del Gobierno.
El requisito de que el acto haya sido
dictado por el Gobierno y no por otro órgano diferente es recordado por las
Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ 1997, 4513, 4514 y 4515), sobre la
desclasificación de documentos declarados secretos, para señalar que, dado que
la clasificación de la documentación no es competencia exclusiva del Gobierno
sino que la comparte con el Estado Mayor, tal clasificación no puede considerarse
como acto político.
Algunos autores, como GARCÍA DE ENTERRÍA,
habían entendido que la exclusión de los actos políticos por la LJCA/1956 había
quedado derogada por los artículos 24 y 106 CE, pero, en virtud del artículo 1
de la misma, admitían la exclusión de los actos constitucionales, dictados por
el Gobierno con sujeción no al Derecho administrativo sino al constitucional;
criterio que ha sido acogido progresivamente en algunas Sentencias del Tribunal
Supremo (Cfr. STS 9 junio 1987 [RJ 1987, 4018] y 2 octubre 1987 [RJ 1987,
6688]). Así, las Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ 1997, 4513, 4514 y 4515)
recuerdan que «ha sido la influencia de este precepto constitucional [el art.
24] la que explica que la jurisprudencia... haya abandonado la citada del artículo
2 b) de la Ley de la Jurisdicción [de 1956], como si en él permaneciese latente
el sentido elusivo de la Administración frente al control jurisdiccional de
determinadas actuaciones».
Pero, aunque en teoría pueda decirse que
se trata de actos no sujetos al Derecho administrativo sino al Derecho
constitucional y cuyo control, por tanto, no corresponde al orden
jurisdiccional contencioso-administrativo, la jurisprudencia ha evolucionado
para evitar la falta de efectivo control (puesto que el cumplimiento del
Derecho constitucional dista, a menudo, de gozar de un control real) y ha ido
admitiendo el control de las decisiones de contenido político del Gobierno por
parte de este orden jurisdiccional en cuanto pueda lesionar derechos
fundamentales e incluso, aun sin esa lesión, cuando existan elementos reglados.
Con ello, ya no cabe hablar, en rigor, de actos políticos o de actos sujetos al
Derecho constitucional como supuesto de inadmisibilidad del recurso
contencioso-administrativo sino sólo de decisiones de contenido político,
respecto de las cuales no es posible fiscalizar dicho contenido político,
siempre y cuando no se lesionen derechos fundamentales ni existan elementos
reglados.
En efecto, la jurisprudencia se ha
mostrado contraria a la apreciación de los actos políticos cuando puedan
lesionar derechos fundamentales (STC 196/1990, de 29 de noviembre; y STS 20
junio 1980 [RJ 1980, 3229], 28 marzo 1985 [RJ 1985, 1505] y 22 septiembre 1986
[RJ 1986, 4801]).
Por otra parte, como manifiesta la
Sentencia del Tribunal Constitucional 45/1990, de 15 de marzo, algunas
actuaciones políticas tienen una parte «que resulta obligada en ejecución de lo
dispuesto en las leyes», parte controlable por los tribunales de justicia. En
esta línea, la jurisprudencia ha mantenido una línea claramente restrictiva,
con un examen caso por caso, limitándose tanto sólo a no entrar en el
enjuiciamiento de aspectos muy concretos del acto impugnado, por constituir
tales aspectos «decisiones políticas» que implicaban el ejercicio de opciones
en las que los tribunales no pueden sustituir a la Administración ni al
Gobierno (STS 16 noviembre 1983 [RJ 1983, 5421], y 14 diciembre 1984 [RJ 1984,
6649]), y, así, aun declarando el contenido político del Decreto recurrido, no
se han ahorrado esfuerzos en analizar la justificación del procedimiento
seguido y de la competencia del órgano que lo emitió (STS 30 julio 1987 [RJ
1987, 7706]).
Por tanto, a pesar de que se siga
admitiendo que ciertos actos de contenido político no son controlables en cuanto
al fondo en sede jurisdiccional, «en cuanto dichos actos contengan elementos
reglados establecidos en el ordenamiento jurídico, estos elementos sí son
susceptibles de control jurisdiccional» (STS 22 enero 1993 [RJ 1993, 457]).
Sobre esta cuestión, es decisiva la
Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de junio de 1994 (RJ 1994, 5050), que
estimó la impugnación del nombramiento del Fiscal General del Estado Eligio
Hernández. Parte la sentencia del reconocimiento de que
«estamos
más próximos a una resolución gubernativa en la que se actúa una opción
política que ante un acto de naturaleza exclusivamente administrativa.
La
aceptación de esta tesis nos obliga a examinar el estado que mantiene, en el
marco constitucional vigente, la posibilidad de que existan actuaciones
imputables al poder ejecutivo no controlables, en cuanto a su legalidad, por
los órganos del Poder Judicial.
La
jurisprudencia ha admitido pacíficamente la existencia de actuaciones políticas
del Gobierno no sometidas a control jurisdiccional. Cabe citar, a título de
ejemplo, las Sentencias del Tribunal Supremo de 9 junio 1987 (RJ 1987, 4018) y
2 octubre 1987 (RJ 1987, 6688), ambas destacables tanto por sí mismas como
porque sobre las tesis en ellas mantenidas ha elaborado el Tribunal Constitucional
su doctrina general acerca de este particular, que ha permaneciendo
prácticamente inalterable desde la Sentencia de 15 marzo 1990 (RTC 1990, 45)
hasta la de 26 noviembre 1992 (RTC 1992, 204)...
... el
Tribunal Constitucional, en la de 15 marzo 1990, dice que “no toda actuación
del Gobierno, cuyas funciones se enuncian en el artículo 97 del Texto
Constitucional, está sujeta a Derecho administrativo. Es indudable, por
ejemplo, que no lo está, en general la que se refiere a las relaciones con
otros órganos constitucionales, como son los actos que regula el título V de la
Constitución o la decisión de enviar a las Cortes un proyecto de ley u otros
semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple también la función de
dirección política que le atribuye el mencionado artículo 97 de la
Constitución...”.
La clara
posición jurisprudencial... es preciso aplicarla a cada caso concreto, porque
entonces entran en juego principios y normas constitucionales de ineludible
acatamiento, que presionan en favor de su restricción...
Entre
estos principios y normas nos encontramos, en primer lugar,... el artículo 24.1
(de la Constitución)... Ha sido la influencia de este precepto constitucional
la que explica que la jurisprudencia que hemos reseñado haya abandonado la cita
del artículo 2 b) de la Ley de la Jurisdicción... y que por eso el Tribunal
Constitucional, en la
citada Sentencia de 15 marzo 1990, haya destacado que... el
artículo 2 b) LJCA... en ningún momento se menciona en la Sentencia (del
Supremo), sino (que inadmite el recurso) por entender que se dirigía contra una
actuación (u omisión) no sujeta al Derecho administrativo y, por ende,
insusceptible de control en esa vía judicial, conforme al artículo 106.1 CE y
el artículo 1 LJCA.
Otro
mandato constitucional que no podemos dejar de tener presente es el del
artículo 9 de la norma suprema, cuando nos dice que los poderes públicos están
sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico y que la
Constitución garantiza el principio de legalidad. La unión de estos preceptos
con el derecho fundamental reconocido en el artículo 24.1 nos lleva a apreciar
la dificultad de principio de negar la tutela judicial, cuando alguna persona
legitimada la solicite, alegando una actuación ilegal del poder ejecutivo.
Reconocido,
sin embargo, que nuestro sistema normativo admite la existencia objetiva de
unos actos de dirección política del Gobierno en principio inmunes al control
jurisdiccional de legalidad... esto no excluye que la vigencia de los artículos
9 y 24.1 de la Constitución nos obligue a asumir aquel control cuando el
legislador haya definido mediante conceptos judicialmente asequibles los
límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse dichos actos de
dirección política, en cuyo supuesto los tribunales debemos aceptar el examen
de las eventuales extralimitaciones o incumplimiento de los requisitos previos
en que el Gobierno hubiera podido incurrir al tomar la decisión».
Las Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ
1997, 4513, 4514 y 4515)), en relación con la solicitud de
clasificación de documentos secretos, reiteran el control judicial «cuando el
legislador haya definido mediante conceptos jurídicamente asequibles los
límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse» los actos políticos.
Esta línea es corroborada por la
Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de julio de 1997 (RJ 1997, 5640), que
revoca el auto de inadmisibilidad de un recurso contencioso-administrativo
contra el Decreto del Presidente de la Junta de Andalucía, por cuanto pueden
ser controlados ciertos criterios normativos que otorgan al acto recurrido una
naturaleza reglada, susceptible de control jurisdiccional por la Sala de
instancia, cuya legalidad ha de examinar.
Así, el Auto del Tribunal Supremo de 16
de diciembre de 2008 (PROV 2009, 1935) recapitula lo siguiente:
«En
contra de lo sostenido por el Abogado del Estado, estamos ante un acto
susceptible de impugnación. Es cierto que la propuesta de Presidente del
Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial que ha de formular el
Pleno de este órgano en su sesión constitutiva (artículos 107.1 de la Ley Orgánica del
Poder Judicial y 3 del Reglamento de Organización y Funcionamiento del Consejo)
no es uno más de los actos que en materia de nombramientos, ascensos, inspección
y régimen disciplinario el artículo 122.2 de la Constitución reserva al órgano
que crea para gobernar el Poder Judicial. Actos que, conforme a los artículos
1.3 b) de la Ley de la Jurisdicción y 143.2 de la Ley Orgánica del
Poder Judicial, son susceptibles de recurso contencioso-administrativo,
precisamente, ante esta Sala (artículos 58.1 de la Ley Orgánica y 12.1
de la Ley reguladora). No se trata, desde luego, de un supuesto más de
administración del estatuto judicial.
Tiene
razón el Abogado del Estado cuando llama la atención sobre el significado de
esta propuesta: se dirige a completar la composición del Consejo con el
nombramiento de quien ha de presidir el Tribunal Supremo, el cual, por
disponerlo así el artículo 122.3 de la Constitución, preside al propio órgano
que le elige. De ahí que sea la primera autoridad judicial de España, según
precisa el artículo 105 de la
Ley Orgánica , y que represente al Poder Judicial, único e
independiente, querido por el constituyente.
La
relevancia que esa decisión tiene explica que el legislador haya separado el
procedimiento que conduce a ella del que se sigue para designar a quienes han
de desempeñar los demás cargos judiciales y se traslada, por fuerza, a la
naturaleza de la propuesta y del acto en que se materializa el nombramiento al
que conduce. La consecuencia que todo lo anterior comporta es que no sea
asimilable a los que integran el cometido gubernativo ordinario del Consejo y
se aproxime, en cambio, a los que la Ley de la Jurisdicción ha calificado en su
artículo 2a) como actos del Gobierno. Es decir, aquellos en los que se reconoce
a quien debe adoptarlos un margen amplísimo de decisión, si bien circunscrito
siempre por el respeto a los derechos fundamentales y por todos los elementos
reglados que introduzcan en el procedimiento de su adopción las normas
constitucionales y legales que los contemplan.
Como
sabemos, esto no significa que esos actos sean inmunes al control
jurisdiccional. Por el contrario, están sometidos a él en todo lo relativo a la
verificación de dicho respeto y del cumplimiento de esos aspectos reglados, así
como de cuantos conceptos judicialmente asequibles figuren integrados en su
régimen jurídico. Es conocida la evolución jurisprudencial que ha conducido a
la actual regulación del citado artículo 2 a ) de la Ley de la Jurisdicción. Se
manifiesta en muchas Sentencias entre las cuales son especialmente expresivas
la de 28 de junio de 1994 (recurso 7105/1992) (RJ 1994, 5050) y las tres de 4
de abril de 1997 (recurso 726 [RJ 1997, 4513]), 4 de abril de 1997, (recurso
634 [RJ 1997, 4515]) y 4 de abril de 1997 (recurso 602/1996 [RJ 1997, 4514]),
todas del Pleno de esta Sala.
No es,
por tanto, de aplicación a este caso el apartado a) del artículo 1.3 de la Ley
de la Jurisdicción, como dice el Abogado del Estado, ni, por tanto, los
razonamientos del Auto de 6 de mayo de 2008 (JUR 2008, 159772 AUTO), pero
tampoco lo es el apartado b) de ese precepto en los términos que defienden los
recurrentes, sino interpretado en relación con el artículo 2 a ) de la misma. Ahora bien,
esto significa, insistimos, que el Real Decreto es susceptible de recurso
contencioso-administrativo, de manera que procede rechazar la primera
excepción».
La Ley del Gobierno de 27 de noviembre de
1997, se limita a declarar, en su artículo 26.3, que «los actos del Gobierno y
de los órganos y autoridades regulados en la presente Ley son
impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, de conformidad con
lo dispuesto en su Ley reguladora», con lo que no ayuda a resolver la cuestión. En
principio, el tenor del meritado precepto parece favorable al control de
cualesquiera actos del Gobierno por el orden jurisdiccional
contencioso-administrativo, pero, evidentemente, será necesario que se respeten
los límites de dicho orden jurisdiccional, puesto que, por ejemplo, es claro
que sus actos sujetos al Derecho civil, mercantil o laboral no serán
fiscalizables a través del recurso contencioso-administrativo. Además, la
remisión a la LJCA, que al tiempo de la entrada en vigor de la Ley del
Gobierno, era la anterior, de 1956, termina por confirmar la inutilidad del
referido precepto.
En conclusión, puede ahora decirse
respecto de los actos políticos como decía, en relación con los actos
administrativos discrecionales, la exposición de motivos de la LJCA/1956, que
el acto político «no puede referirse a la totalidad de los elementos de un
acto, a un acto en bloque» sino que «por el contrario, ha de referirse siempre
a alguno o algunos de los elementos del acto», por lo que es posible el control
judicial de los elementos que no revistan ese carácter. Es decir, más que de
acto político, habría que hablar de decisión política, no fiscalizable por los
tribunales, que integra un acto, que podría ser controlado «cuando el
legislador haya definido mediante conceptos judicialmente asequibles los
límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse dichos actos». Estamos,
en este punto, de acuerdo con JORDANO FRAGA en que «no deja de ser
contradictorio afirmar que ante un acto político la jurisdicción haya de
declarar la inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo, y
abstenerse del enjuiciamiento de fondo, y al mismo tiempo admitir la
posibilidad de que en todo caso puedan controlarse aspectos formales». En esta
línea, la Sentencia del TS de 22 de enero de 1993 (RJ 1993, 457) estima que
«ello implica que la doctrina del acto político no pueda ser invocada como
fundamento de la inadmisibilidad, ya que es obligado para el juzgador comprobar
si existen en el acto elementos reglados y comprobar también si en cuanto al
fondo se da ese contenido político no controlable».
Con todo, ello no supone equiparar los
actos políticos a los actos discrecionales, con elementos discrecionales y
elementos reglados, toda vez que, aparte de los elementos reglados, la
discrecionalidad puede ser controlada por los tribunales apreciando desviación
de poder, esto es, utilización de potestades administrativas para fines
distintos de los fijados por el ordenamiento (art. 70.2 LJCA y 63 LRJ-PAC), así
como por la aplicación de los principios generales del Derecho (STS 15
diciembre 1986 [RJ 1986, 1139]), lo que no es admisible respecto de la decisión
política, plenamente ajena en sí misma al control de los tribunales de
justicia.
JORDANO FRAGA defiende, como jaque mate al
acto político, la equiparación de la llamada decisión política a una decisión
administrativa discrecional, pero no estamos de acuerdo con esa conclusión. El
citado autor invoca en su favor la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de marzo
de 1994 (RJ 1994, 1719), que, sin perjuicio de reconocer que cierta decisión
del Gobierno «no se puede cuestionar o revisar», la controla más allá de la
competencia o el procedimiento, incluyendo la desviación de poder y los hechos
determinantes, como elementos reglados del acto discrecional (Cfr. STS 15 junio
1984 [RJ 1984, 3384], y 8 marzo 1993 [RJ 1993, 1626]). Pero, como reconoce
JORDANO, «en ningún momento dicha sentencia conceptúa la decisión como acto
político». Y es que el precedente que cita se refiere, simplemente, a un
supuesto de acto discrecional.
Sí parece, en cambio, subsumir los actos
políticos dentro de los discrecionales la Sentencia de 3 de diciembre de 1998
(RJ 1998, 10027), para la cual «la técnica del examen de los elementos reglados
debe completarse con otras tales como las del control de la discrecionalidad».
Tampoco podemos apoyar la pretensión de
sustituir la categoría de los actos políticos del Gobierno, o actos de éste
sujetos al Derecho constitucional y no al administrativo, por la de actos debidos
del Rey, que suscita el voto particular de la Sentencia del Supremo sobre el
caso de Eligio Hernández, puesto que esa línea podría justificar la inmunidad
al control judicial de todos los actos que, formalmente adoptados por el
monarca, son objeto de refrendo, como los Decretos, ciertos empleos civiles y
militares y demás decisiones a que se refiere el artículo 62 de la
Constitución.
En
suma, en relación con los llamados actos políticos, aunque la decisión política
haya de ser respetada, el recurso contencioso-administrativo será admisible
para la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, como
precisaba ya la LJCA/1956, así como para la protección jurisdiccional de los
derechos fundamentales y el control de los elementos reglados, de acuerdo con
la jurisprudencia anterior, confirmada por la vigente Ley.
4.- El control de la potestad de gracia: el indulto.
La Jurisprudencia también ha reconocido
la admisibilidad del recurso frente a las decisiones sobre el derecho de gracia
(denegación de un indulto) únicamente sobre los aspectos formales de su
tramitación, pero tal limitación no se basa en la consideración de acto
político sino en su amplia discrecionalidad (STS 27 mayo 2003 [RJ 2003, 4106],
11 enero 2006 [RJ 2006, 33] y 17 febrero 2010 [RJ 2010, 1527]).
Sin embargo, la reciente Sentencia
del Tribunal Supremo de 20 de febrero de 2012 (Sección Sexta) recaída en el
recurso ordinario 165/2012, ponente Excmo. Sr. D.: Carlos Lesmes Serrano, que
entra en la fiscalización del indulto de D. Alfredo Sáenz, acerca el control de
la potestad de gracia a los llamados actos políticos.
Dice así, su fundamento Octavo:
Proponen los
dos codemandados una segunda causa de inadmisibilidad del recurso, la del art.
69.c) de la Ley de la Jurisdicción, por considerar que, al tratarse el indulto
de un acto político, no está sujeto al control de esta jurisdicción. En este
sentido, el señor Calama Teixeira nos recuerda nuestra jurisprudencia en la que
se señala que esta acción del Gobierno no está sometida al control judicial
fuera de los aspectos reglados (SSTS de 17 de febrero de 2010, 7 de mayo de
2010 o 24 de septiembre de 2010), incluso considera, con cita del auto de 31 de
enero de 2000, que está limitada a los aspectos puramente procedimentales de
cumplimiento de los trámites establecidos para su adopción. Y así, afirma que
la supresión de las consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia
constituye una determinación del acto de gracia que no sólo se integra en el
núcleo esencial del indulto sino que además no está prohibida por la Ley y, por
consiguiente, deviene inimpugnable al igual que la conmutación de las penas.
Abunda en
estas consideraciones la representación procesal del señor Sáenz Abad para
quien el ámbito objetivo de la Jurisdicción
Contencioso-Administrativa se extiende a la actuación de las
Administraciones Públicas sujeta al Derecho Administrativo y la actuación del
Gobierno contra la que se dirige el presente recurso no pertenece a ese ámbito
objetivo, dando a entender, aún sin manifestarlo expresamente, que en materia
de indulto el Gobierno funciona como un poder a legibus solutus, desligado de las leyes, y, como tal, exento
de control alguno.
Esta causa de
inadmisibilidad está estrechamente entrelazada con la cuestión de fondo, que
abordaremos más adelante, por lo que sin perjuicio de contestarla ahora los
argumentos que exponemos se completan con las consideraciones que se recogen en
los próximos fundamentos.
Las partes
codemandadas, con su planteamiento, confunden el hecho de que la decisión
graciable, en cuanto a su adopción, no esté sujeta a mandato legal alguno,
siendo de plena disposición para el Gobierno la concesión o denegación del
indulto, con el hecho de que se trate, por ese motivo, de una prerrogativa
inmune a todo control. El indulto no es indiferente a la Ley, muy al contrario
es un quid alliud respecto de
la Ley, y, por tanto, no puede ser ajeno a la fiscalización de los Tribunales,
pues en un Estado constitucional como el nuestro, que se proclama de Derecho, no
se puede admitir un poder público que en el ejercicio de sus potestades esté
dispensado y sustraído a cualesquiera restricciones que pudieran derivar de la
interpretación de la Ley por los Tribunales.
Ciertamente
la prerrogativa de indulto, a diferencia de las potestades administrativas, no
es un poder fiduciario cuyo único fin legítimo sea satisfacer un interés
público legalmente predeterminado, pero esa sustantiva diferencia con la
potestad administrativa y con sus singulares mecanismos de control, como la
desviación de poder, no empece para que el ordenamiento también regule aspectos
esenciales del ejercicio de esta potestad graciable que operan como límites
infranqueables para el Gobierno. Queremos decir con ello que el control
judicial respecto de los actos del Gobierno no queda limitado al ejercicio de
sus potestades administrativas, sino que también se extiende a otros actos de
poder procedentes del Ejecutivo, en la medida en que están sujetos a la Ley,
aunque no se cumpla con ellos una función administrativa.
Por ello, los
indultos son susceptibles de control jurisdiccional en cuanto a los límites y
requisitos que deriven directamente de la Constitución o de la Ley, pese a que
se trate de actos del Gobierno incluidos entre los denominados tradicionalmente
actos políticos, sin que ello signifique que la fiscalización sea in integrum y sin límite de ningún
género, pues esta posición resultaría contraria también a la Constitución. El
propio Tribunal Constitucional ha señalado que la decisión (conceder o no
conceder) no es fiscalizable sustancialmente por parte de los órganos
jurisdiccionales, incluido el Tribunal Constitucional (ATC 360/1990, FJ 5).
En
definitiva, como se afirmó en la sentencia de Pleno de esta Sala de 2 de
diciembre de 2005 (Rec. 161/2004), los actos del Gobierno están sujetos a la
Constitución y a la ley según nos dice el artículo 97 del texto fundamental,
concretando respecto de este órgano el mandato general del artículo 9.1, y los
Tribunales, prescribe su artículo 106.1, controlan la legalidad de la actuación
administrativa, lo cual guarda estrecha conexión con el derecho a la tutela
judicial efectiva reconocido en el artículo 24.1, también de la Constitución. Por
eso, la Ley de la Jurisdicción, a la que se remite en este punto el artículo
26.3 de la Ley 50/1997, del Gobierno, dispone en su artículo 2 a ), que este orden
jurisdiccional conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con
"la protección jurisdiccional de derechos fundamentales, los elementos
reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo
ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de
las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuera la naturaleza de dichos
actos". Precepto legal este último que recoge la jurisprudencia sentada
por la Sala Tercera
bajo la vigencia de la Ley de la Jurisdicción de 1956 y que encuentra su más
completa expresión en las Sentencias de su Pleno de 4 de abril de 1997
(recursos 602, 634, 726, todos de 1996) conforme a las cuales los Tribunales de
lo Contencioso Administrativo han de asumir aquél control, incluso frente a los
actos gubernamentales de dirección política, cuando el legislador haya definido
mediante conceptos judicialmente asequibles los límites o requisitos previos a
los que deben sujetarse para comprobar si el Gobierno ha respetado aquellos y
cumplido estos al tomar la decisión de que se trate.
Pues bien,
nuestra jurisprudencia ha señalado reiteradas veces, en relación con esta
concreta materia, que la fiscalización que nos compete abarca los elementos
reglados de la gracia. Así ,
aún cuando el Gobierno puede decidir a quién perdona y a quién no y si perdona
la totalidad o solo parte de la pena, e incluso imponer condiciones para la
condonación, lo cierto es que lo que se puede perdonar, el contenido material
del indulto, lo marca la Ley y este elemento reglado es el que abre la puerta
al control de la jurisdicción.
Otra cosa es
que la puntual decisión adoptada en los Reales Decretos impugnados, el
ejercicio concreto de la prerrogativa que aquí se ha hecho, pueda ser
controlable, pues, según se afirma, lo acordado forma parte del núcleo esencial
de la gracia en el que la libertad del Gobierno es máxima, pero este
planteamiento afecta al fondo del asunto litigioso y no puede ser obviado
liminarmente.
Y
con esta premisa, ya en el fundamento decimotercero, la Sentencia declara que “Así, el Gobierno, a través de la
prerrogativa de gracia, configurada en la Ley de Indulto de 1870 como potestad
de resolución material ordenada exclusivamente a la condonación total o parcial
de las penas, ha derogado o dejado sin efecto, para dos casos concretos, una
norma reglamentaria, excepcionando singularmente su aplicación, lo que supone
incurrir en la prohibición contenida en el art. 23.4 de la Ley del Gobierno y
constituye una clara extralimitación del poder conferido por la Ley de Indulto
al Gobierno, siendo ambas circunstancias determinantes de la nulidad de pleno
derecho de los referidos incisos”.
En
definitiva, aunque desde el punto de vista de la Justicia y la salud
democrática podamos aplaudir la limitación de la potestad de gracia, y los
requisitos de honorabilidad para el ejercicio de actividades bancarias resulten
reforzados (si bien resultan expuestos a una próxima reforma legal), la Sentencia parte de una confusión del
control de la potestad de gracia con los llamados actos políticos del Gobierno,
o al menos una asimilación que no era compartida por anteriores
pronunciamientos. Desde luego, la Sentencia no supone un avance en el llamado
control de los actos políticos (porque el indulto no lo es, en realidad, y
porque en esa materia ya se había avanzado suficientemente), aunque sí en esta
materia de indulto, siempre discutible y en tela de juicio (no solo en España,
pues recordemos que uno de los últimos actos de los Presidentes de EEUU es
indultar a diversos condenados más o menos afines).
Quizá
lo que debería es dotar a esta potestad de un carácter reglado, o cuando menos
de apreciación de conceptos jurídicos indeterminados, frente a su carácter
discrecional o supuestamente “político”. Ligar el indulto a un cierto ejercicio
de la equidad frente a la estricta aplicación del Código Penal, así como con la
efectiva reeducación y reinserción social que el
Art. 25.2 de la Constitución establece como fines de la pena (aun cuando la
prevención general y especial, e incluso el “castigo”, no deban obviarse como
fundamentos de la misma).
Francisco García Gómez de Mercado
Abogado