domingo, 6 de noviembre de 2011

Aprobado el Reglamento de Valoraciones

 


En sus últimas semanas de Gobierno pendiente de las elecciones, pero todavía no constitucionalmente "en funciones", el Consejo de Ministros ha aprobado finalmente el Reglamento de Valoraciones mediante Real Decreto 1492/2011, de 24 de octubre(http://www.boe.es/boe/dias/2011/11/09/pdfs/BOE-A-2011-17629.pdf), ámbito en que ha quedado reducido el anteproyecto de Reglamento de la Ley del Suelo.


Su tramitación se ha demorado más de un año y se ha terminado publicando in extremis, cuando acaso lo más prudente hubiera sido esperar al nuevo Gobierno, dado que es bastante probable un cambio en la legislación que se pretende desarrollar.


El 29 de septiembre de 2010, la entonces ministra de Vivienda, Beatriz Corredor, señalaba que “el Anteproyecto de Reglamento de la Ley del Suelo contribuye directamente a mejorar el funcionamiento del mercado del suelo para hacerlo más transparente y eficiente combatiendo, además, en la medida de lo posible, eventuales prácticas especulativas y fortaleciendo la lucha contra la corrupción”. Nos decía también que “se diversifican los métodos empleados en la valoración del suelo, de modo que se obtiene el valor más justo para cada inmueble”. E incluso que “todos conocemos que el mercado incorpora expectativas y factores especulativos y con este Reglamento vamos a disponer de las reglas que especifican cómo podrán evitarse y qué condiciones deben cumplirse para la aplicación de los distintos métodos”. A su juicio, “todo ello determinará que no puedan producirse valoraciones muy diferentes para inmuebles similares, que es lo que ha venido sucediendo en el pasado”. Por si no fuera suficiente la entonces ministra pretendía que “los aspectos los criterios, reglas y métodos de valoración del suelo han sido un aspecto que nunca se había abordado con el suficiente detalle mediante normativa reglamentaria. El Reglamento, siguiendo los criterios fijados en la Ley de Suelo, los desarrolla técnicamente”.


Vayamos por partes. En primer lugar, ya he manifestado mi desacuerdo con los planteamientos valorativos de la Ley del Suelo de 2007, posterior Texto Refundido de 2008. Se confunde coste con precio, se huye del valor real so capa de luchar contra la especulaciónm e, incluso desde el punto de vista técnico, se contienen unas reglas mal estructuradas y nada contrastadas. Con decir que todo el suelo que no está urbanizado se valora como rural, por un hipotético aprovechamiento agrícola, creo que está todo dicho. Curiosamente, sin embargo, es una Ley que, en determinadas situaciones que no son las comunes, puede permitir justiprecios mayores que en el pasado.Pero ¿por qué quien sufre una expropiación debe, además de verse privado de su propiedad, ver minusvalorado sistemáticamente lo que pierde? La regla principal debería ser el valor real, de mercado (en una economía de mercado como es la nuestra), salvo que ese valor de mercado tuviera relación con elementos ilícitos (no siendo ilícita la expectativa o incluso derecho eventual a un desarrollo futuro en un suelo que no está protegido ni preservado de tal desarrollo).Lo cierto es que, a efectos catastrales y expropiatorios, la legislación ha ido estableciendo unos valores supuestamente objetivos, sobre la base de unos métodos, como el residual, que si bien tienen su base técnica, en su aplicación distan muchas veces de la realidad.


El Reglamento inventa poco. Normativa sobre valoraciones ya existía, tanto en el antiguo Reglamento de Gestión, como en la normativa catastral a la que antes se remitía la urbanística o en la de valoración hipotecaria (a la que se remite la Ley del Suelo vigente hasta la aprobación del futuro Reglamento).


El gran problema es aplicar un criterio de valoración por capitalización agrícola a suelos urbanizables, incluso en curso de urbanización. Lo que, perdonen que lo diga, pero es una auténtica barbaridad. Ya la propia Ley del 2007, consciente de lo radical de sus postulados, aplazó la entrada en vigor de este nuevo régimen, que luego se prorrogó hasta final de 2011 por el Real Decreto-ley 6/2010, el llamado Decreto Zurbano. ¿Llegará de verdad a entrar en vigor el nuevo régimen? No descarto un nuevo aplazamiento, máxime con un cambio de Gobierno rozando el final de 2011, y acaso una derogación o cuando menos suspensión de este Reglamento.


miércoles, 6 de julio de 2011

Se acabó el silencio positivo de las licencias

 


El artículo 23 del Real Decreto-ley 8/2011, de 1 de julio, de medidas diversas sobre deudores hipotecarios, deudas de las entidades locales, fomento de la actividad empresarial y simplificación administrativa, publicado en el BOE el día 7 de julio, termina con el tradicional silencio positivo en las licencias urbanísticas.Dice así que "requerirán del acto expreso de conformidad, aprobación o autorización administrativa que sea preceptivo, según la legislación de ordenación territorial y urbanística" una serie de "actos de transformación, construcción y edificación y uso del suelo y el subsuelo", entre ellos "las obras de edificación, construcción e implantación de instalaciones de nueva planta".

Y, en consecuencia, "el vencimiento del plazo máximo sin haberse notificado la resolución expresa legitimará al interesado que hubiere deducido la solicitud para entenderla desestima por silencio administrativo".Se termina así con el tradicional régimen de silencio positivo de las licencias urbanísticas (es decir, que la falta de notificación de la resolución en plazo implica la concesión de la licencia), previo incluso a la generalización del silencio positivo administrativo en general a través de la modificación de la Ley 30/1992, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas por la Ley 4/1999, y la profundización en el silencio positivo por la llamada Ley Omnibus, consecuencia de la Directiva de servicios.Profundización en el silencio positivo que, aunque parezca contradictorio, es seguida por otros preceptos del mismo Real Decreto-ley 8/2011, en otras materias.

Es cierto sin embargo que, debido a la mención en la legislación urbanística de que en virtud del silencio no se pueden adquirir facultades contrarias al ordenamiento jurídico, la Jurisprudencia ha rechazado la obtención de licencias por silencio contrarias a la ley. Y, por ello, en esta materia el silencio positivo pone al beneficiario del mismo en una difícil tesitura.
Así, la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2009, de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, fija como doctrina legal que el artículo 242.6 del Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio, y el artículo 8.1 b), último párrafo, del Texto Refundido de la Ley de Suelo aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, son normas con rango de leyes básicas estatales, en cuya virtud y conforme a lo dispuesto en el precepto estatal, también básico, contenido en el artículo 43.2 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, modificado por Ley 4/1999, de 13 de enero, no pueden entenderse adquiridas por silencio administrativo licencias en contra de la ordenación territorial o urbanística.

De este modo, en el ámbito urbanístico, el silencio positivo no da lugar, como en el régimen común, a un verdadero acto, que, de implicar alguna ilegalidad, debería a pesar de ello presumirse legal y, en su caso, recurrirse o procederse a la revisión de oficio por la Administración (arts. 43, 57 y 102 y siguientes de la Ley 30/1992).

Con independencia de la corrección de esta distinción, lo cierto es que tal concepción coloca al beneficiario del silencio, como decimos, en una difícil tesitura: ha conseguido la licencia, no procede recurrir contra la Administración, pero más tarde le pueden parar las obras e incluso ordenar su derribo por falta de licencia, por considerar que no debió entenderse que la había obtenido por silencio, al faltar determinados requisitos.

Es cierto pues que la nueva norma concede quizá una mayor seguridad jurídica (rúbrica del capítulo correspondiente del Real Decreto-ley) al interesado. Pero también es cierto que se perderá en agilidad. Ni siquiera en aquellos casos en que se pueda considerar evidente que la licencia solicitada era conforme a la normativa aplicable se podrá seguir adelante más que con la decisión expresa de la Administración o, tras un largo e inseguro proceso, de la Justicia.

Por otro lado, cabe también discutir el título competencial del Estado. La disposición final primera del Real Decreto-ley funda esta disposición en las competencias del Estado respecto de la igualdad en el ejercicio de los derechos y cumplimiento de los deberes (a través del llamado estatuto básico de la propiedad inmobiliaria según el Tribunal Constitucional) y en las bases del régimen jurídico de la Administración (art. 149.1.1 y 18 de la Constitución). Personalmente, creo que las competencias estatales en materia urbanística deberían ser superiores a las que le reconoce la Constitución, tal y como la interpreta el Tribunal Constitucional desde su Sentencia 61/1997, pero, en los términos actuales, me parece dudoso que el silencio negativo en la materia constituya una condición básica de igualdad ni base del régimen jurídico de la Administración, pues generalmente se admite que el silencio positivo o negativo lo determine el poder competente en la correspondiente materia sustantiva.


domingo, 29 de mayo de 2011

Sentencia del TJUE sobre el urbanismo valenciano

La Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 26 de mayo de 2011 desestima el recurso de la Comisión Europea contra la legislación urbanística valenciana, en relación con el supuesto incumplimiento de la normativa de contratación pública.


Según el Tribunal, no se ha demostrado en absoluto que las obras de urbanización constituyan el objeto principal del contrato celebrado entre la entidad territorial y el urbanizador en el marco de una actuación integrada (o sistemática) en gestión indirecta. La ejecución llevada a cabo por el urbanizador comprende actividades que no pueden calificarse de «obras» en el sentido de las Directivas invocadas por la Comisión en su escrito de demanda, a saber, la elaboración del plan de desarrollo; la propuesta y la gestión del correspondiente proyecto de reparcelación; la obtención gratuita en favor de la Administración de los suelos dotacionales públicos y con destino al patrimonio público de suelo de la entidad territorial; la gestión de la transformación jurídica de los terrenos afectados y la realización del reparto equitativo de las cargas y beneficios entre los interesados, así como las operaciones de financiación y de garantía del coste de las inversiones, obras, instalaciones y compensaciones necesarias para la ejecución del PAI. Así ocurre también cuando el urbanizador, debe organizar el concurso público destinado a designar al empresario constructor al que se confiere la ejecución de las obras de urbanización.

La actuación del agente urbanizador responde más bien, según el Tribunal de Justicia, a una actividad de servicios, y no de obras como objeto principal. Por ello, no es aplicable la normativa relativa a la contratación pública de obras.Ello contrasta con sentencias precedentes del Tribunal de Justicia, como la dictada el 12 de julio de 2001, en el asunto de las obras de urbanización en el área del Teatro de la Scala de Milán, la de 18 de enero de 2007, en relación con el Ayuntamiento de Roanne, o la de 21 de febrero de 2008, contra la legislación de la República Italiana.

En estas sentencias precedentes se afirmaba el carácter público de las obras de urbanización y la consiguiente aplicación de la normativa de contratación pública para su adjudicación.

La nueva sentencia no debe considerarse como contradictoria con las anteriores. No se desdice de la calificación como públicas de las obras de urbanización, pero se precisa que la labor del agente urbanizador, o de una junta de compensación, va más allá de ejecutar tales obras, por lo que la correspondiente relación convencional o contractual no queda sujeta a dicha normativa (aunque sí lo podrá estar la adjudicación de las obras de urbanización en sí).

viernes, 6 de mayo de 2011

¿Podemos contruir bajo nuestro suelo?

 


1. DE QUIÉN ES EL SUBSUELO
Lo primero que cabe preguntarse al referirse al subsuelo en las ciudades, objeto de una cada vez mayor explotación, es ¿de quién es el subsuelo?

Por supuesto, hoy en día están superadas las consideraciones históricas que extendían verticalmente la propiedad hasta el mismo centro de la tierra. Estas consideraciones se enmarcaban en una concepción absoluta y “sacrosanta” de la propiedad, y, al mismo tiempo, a una dificultad técnica de acceder más allá de escasos metros. En la actualidad, en cambio, se estima que el alcance de la propiedad del suelo, en relación con el subsuelo, que, en principio, es reconocida por el artículo 350 del Código Civil, no puede superar el límite donde exista un interés razonablemente tutelable del propietario.

Este interés del propietario se concreta en las plantas que pueden construirse bajo el subsuelo, más los correspondientes cimientos y el espacio necesario para el asentamiento de estos. Pero las plantas bajo rasante no solo vienen limitadas por razones técnicas sino también por el planeamiento urbanístico.

Efectivamente, según dispone el artículo 8.2 del Texto Refundido de la Ley del Suelo estatal, las facultades urbanísticas del propietario del suelo “alcanzarán al vuelo y al subsuelo sólo hasta donde determinen los instrumentos de ordenación urbanística, de conformidad con las leyes aplicables y con las limitaciones y servidumbres que requiera la protección del dominio público”. Así, por ejemplo, el Plan General de Madrid establece, salvo excepciones, que el número máximo de plantas inferiores a la baja, sin contar semisótanos, será de 4, con una profundidad máxima de 12 metros.

Pues bien, como aclara la Ley urbanística catalana, el derecho del propietario del suelo, en relación con el subsuelo, queda sometido a las limitaciones y servidumbres necesarias para la prestación de servicios públicos o de interés público (alcantarillado, metro, etc.), siempre que estas servidumbres sean compatibles con el uso del inmueble privado, de conformidad con el aprovechamiento urbanístico atribuido. De lo contrario, ha de procederse a la correspondiente expropiación. Quiere esto decir que el propietario no puede oponerse ni exigir indemnización alguna respecto de usos del subsuelo que no afecten en modo alguno los usos e intensidades de que sea susceptible la finca conforme al plan urbanístico (p. ej. sótanos y cimientos de las construcciones permitidas). Pero si tales servicios públicos quedasen excesivamente cerca del suelo e impidiesen la realización del aprovechamiento que se reconoce al dueño del suelo (y del subsuelo inmediato), éste debería ser indemnizado.

2. PARA QUÉ SE PUEDE USAR EL SUBSUELO
Una vez que hemos podido definir hasta dónde alcanza la propiedad del suelo respecto del subsuelo, queda por determinar a qué usos se puede destinar el subsuelo. El principal a día de hoy es el de aparcamiento, pero se admiten otros distintos. La limitación para uso residencial, en cambio, es prácticamente absoluta.

Podríamos citar numerosísimos planes urbanísticos. En general, en el subsuelo, no se permite el uso residencial ni habitaciones residenciales ni sanitarias. Los sótanos por debajo del primero sólo se pueden destinar a aparcamientos, instalaciones técnicas del edificio, cámaras acorazadas y similares. No obstante se pueden autorizar otros usos distintos de la casa habitación o residencial si se dota al local de medidas técnicas seguras que cubran los riesgos de incendio, explosión y otros, y se garanticen con seguridad el desalojo de las personas en tales casos. Estas limitaciones, acaso no adaptados a las posibilidades técnicas actuales, plantean muchos problemas, en particular, en estaciones de ferrocarril o metro, respecto de las oficinas y tiendas que allí se ubican.

Por otro lado, una regla o principio bastante generalizado en la legislación y el planeamiento urbanísticos es el relativo al no cómputo de la edificación bajo rasante a efectos de edificabilidad, del consumo del aprovechamiento urbanístico patrimonializable, especialmente en cuanto a aparcamientos y cuartos de servicio, que son precisamente los usos más corrientes en el subsuelo, con lo que el principal aprovechamiento bajo rasante no computa. Es decir, los metros edificables de que dispone el propietario se pueden materializar en el suelo y vuelo, sin que los usos permitidos del subsuelo resten edificabilidad. Que tales usos no computen, con todo, no significa que no constituyan un aprovechamiento reconocido al propietario que, de ser limitado de forma singular, como hemos visto, debe ser indemnizado.

3. CUANDO EL SUBSUELO PERTENECE A UN SUJETO DISTINTO AL DUEÑO DEL SUELO: ESPECIALMENTE SUBSUELO PRIVADO BAJO SUELO PÚBLICO.
Hemos señalado que, en principio, la parte del subsuelo en que se puede materializar el aprovechamiento del dueño del suelo pertenece a éste. Pero, tras una cierta evolución, tanto técnica como jurídica, hoy se reconoce que pueda haber dos (o más) propiedades separadas sobre el suelo y el subsuelo, especialmente cuando se trata de un subsuelo privado bajo suelo público.

Porque, en principio, el dueño del suelo lo es también del subsuelo, como sigue disponiendo el artículo 350 del Código Civil, con el alcance ya expuesto; pero el artículo 17 del Texto Refundido de la Ley del Suelo estatal admite que las fincas puedan situarse “en la rasante, en el vuelo o en el subsuelo”, en este caso en virtud de un derecho de subedificación análogo al de superficie, que permita construir y hacer propia la obra situada bajo la rasante, como exclusión voluntaria del principio de accesión.

Esta división de propiedades por planos puede producirse entre distintas propiedades privadas (mediando el correspondiente contrato), pero también, como hemos avanzado, entre propiedades privadas y públicas.

Así, en principio, el subsuelo del suelo público (plazas, calles, paseos y parques públicos) queda afectado automáticamente al dominio público por la aprobación del planeamiento, y su uso privado, temporal, exige una concesión administrativa. Sin embargo, la desafectación (privatización) del subsuelo público es admitida por el Texto Refundido de la Ley del Suelo estatal, al establecer en su art. 17.4 que “cuando, de conformidad con lo previsto en su legislación reguladora, los instrumentos de ordenación urbanística destinen superficies superpuestas, en la rasante y el subsuelo o el vuelo, a la edificación o uso privado y al dominio público, podrá constituirse complejo inmobiliario en el que aquéllas y ésta tengan el carácter de fincas especiales de atribución privativa, previa la desafectación y con las limitaciones y servidumbres que procedan para la protección del dominio público”.

4. EL LLAMADO RIESGO ARQUEOLÓGICO.
Finalmente, debe hacerse mención a que diversas legislaciones urbanísticas y planes municipales en España consideran que, en determinadas zonas arqueológicas expresamente delimitadas por la Comunidad y por el plan municipal, la carga de la prueba de que bajo el suelo haya o no haya restos valiosos debe aportarla la propiedad, con prospección y excavaciones previas bajo la dirección de un arqueólogo profesional y por cuenta y cargo de la propiedad.

Para que esta actuación sea útil, deben realizarse las prospecciones arqueológicas antes de solicitar la aprobación del proyecto de urbanización o la licencia de edificación, precisamente para evitar que, una vez aprobado el proyecto o concedida la licencia e iniciadas las obras éstas tengan que paralizarse por la aparición imprevista de restos, con el consiguiente perjuicio de las mismas, lo que ha venido impulsando siempre la lógica (aunque reprobable) ocultación e incluso destrucción de los hallazgos.

En este sentido, aparte de la previsión de Planes Especiales de protección arqueológica en diversas leyes autonómicas, planes como el de la ciudad de Madrid delimitan ciertas áreas de protección arqueológica (en Madrid, las Terrazas del Manzanares, la Cantera del Trapero y el Centro Histórico), en que las obras exigen previos estudios arqueológicos.


miércoles, 16 de marzo de 2011

El arbitraje y la Administración

 


Tradicionalmente, nuestra legislación ha sido reacia a la sumisión de la Administración a arbitraje, incluso en materias jurídico-privadas. Así, el artículo 12 del Real Decreto de BRAVO MURILLO de 27 de febrero de 1852 prohibió expresamente el juicio de arbitraje en la contratación del Estado. Posteriormente, tanto el artículo 6 de la Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911, como el artículo 41 de la Ley de Patrimonio del Estado, de 15 de abril de 1964, exigían una Ley para someter a la Administración a arbitraje.

En la actualidad, en cambio, el artículo 7.3 de la Ley General Presupuestaria y el art. 31 de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas disponen que “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”.

Sigue siendo un requisito no fácil de cumplir pero es clara la evolución a favor de restringir menos esta posibilidad. Además, al igual que en el arbitraje privado, cabe admitir que la Administración y la otra parte se sometan a arbitraje tanto a través de un convenio arbitral que tenga tal efecto como objeto principal, como a través de una cláusula arbitral inserta en otro contrato principal, para resolver las controversias derivadas del mismo. En este sentido y para facilitar el cumplimiento del señalado requisito, SOSA WAGNER sugiere que la cláusula arbitral se incluyese en el pliego de cláusulas administrativas generales, aprobado por el Consejo de Ministros e informado por el Consejo de Estado.

Al menos, la legislación de algunas Comunidades Autónomas exime del dictamen del respectivo Consejo Consultivo para asuntos de menos de 300.000 euros (artículos 17.8 de la Ley 4/2005, de 8 de abril, del Consejo Consultivo de Andalucía, y 15.4 de la Ley 1/2009, de 30 de marzo, del Consejo Consultivo de Aragón); pareciendo deseable que este límite se extendiese a otras Comunidades y al Estado.

En particular en materia contractual, la Ley de Contratos del Sector Público, aparte de la exclusión de los servicios de arbitraje de la licitación propia de la Ley (art. 4.1 k), contiene las siguientes prescripciones de interés:

En primer lugar, contiene una amplia cláusula de admisión general, si bien para las entidades que no tengan la condición de Administración. Dice, así, el art. 320 LCSP, redactado por Ley 34/2010, que “Los entes, organismos y entidades del sector público que no tengan el carácter de Administraciones Públicas podrán remitir a un arbitraje, conforme a las disposiciones de la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, la solución de las diferencias que puedan surgir sobre los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos que celebren” (no, por tanto, sobre la preparación y adjudicación).

Y, por otra parte, la disposición adicional segunda, para los contratos celebrados en el extranjero, prescribe, en su apartado tercero, que “en los contratos con empresas extranjeras se procurará, cuando las circunstancias lo aconsejen, la incorporación de cláusulas tendentes a resolver las discrepancias que puedan surgir mediante fórmulas sencillas de arbitraje. Igualmente se procurará incluir cláusulas de sumisión a los Tribunales españoles. En estos contratos se podrá transigir previa autorización del Consejo de Ministros o del órgano competente de las Comunidades Autónomas y entidades locales”.

En la legislación autonómica, el arbitraje queda sujeto normalmente, al igual que la transacción, al acuerdo del Consejo de Gobierno. Podemos citar, en este sentido, el artículo 12.3 de la Ley de Patrimonio de la Generalidad Valenciana, de 10 de abril de 2003.

Como señala MONEDERO GIL, “el arbitraje se nos presenta como una vía de resolución de conflictos entre las partes, más rápida, más barata y menos formalista que la vía jurisdiccional; y desde luego más objetiva y segura que los <> que la Administración y los administrados contratantes concluyen en ocasiones para zanjar discrepancias de forma discreta por conveniencia de ambas partes”.

Existe, de hecho, en los últimos tiempos, una creencia bastante generalizada en la oportunidad de facilitar el arbitraje en las cuestiones litigiosas de la Administración. En este sentido, el Consejo de Estado, en su dictamen 4464/98, de 22 de diciembre de 1998, señala a este respecto que "comparte la opinión de que resultaría conveniente potenciar la figura del arbitraje... ".

SAURA LLUVIA advierte que el arbitraje administrativo “representa una novedosa e inédita forma de solventar las diferencias entre la Administración y los ciudadanos”, si bien “se hace preciso determinar el carácter alternativo o sustitutivo del arbitraje en relación al recurso ordinario y no parece que la vía obligatoria, forzosa o excluyente sea adecuada. El arbitraje siempre ha de ser voluntario y el ciudadano podrá optar por acudir a él en los casos predeterminados por la ley, en lugar de interponer recurso ordinario”.

BUSTILLO BOLADO recuerda que las dos ventajas que normalmente se predican del arbitraje son la rapidez y la especialización, y si bien se puede obtener una mayor rapidez, dada la lentitud de la Administración de Justicia en general, y del orden jurisdiccional contencioso-administrativo en particular (a pesar de cierta agilización debida a la introducción de los Juzgados unipersonales de lo Contencioso-Administrativo), es difícil conseguir, en términos generales, una mayor especialización. Con todo, a nuestro juicio, ello sería posible en áreas determinadas (p.ej. fiscal, urbanística o en sectores especiales). No creemos que la especialización de lo contencioso-administrativo, ni en los Juzgados, ni siquiera en los Tribunal Superiores, pueda considerarse imbatible.

Por ejemplo, la disposición adicional undécima, de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, del Sector de Hidrocarburos, crea la Comisión Nacional de la Energía, como organismo público, y, en su apartado tercero, punto 3, le atribuye determinadas funciones, entre las que destaca la siguiente: “Novena: actuar como órgano arbitral en los conflictos que se susciten entre los sujetos que realicen actividades en el sector eléctrico o de hidrocarburos. El ejercicio de esta función arbitral será gratuito y no tendrá carácter público. Esta función de arbitraje, que tendrá carácter voluntario para las partes, se ejercerá de acuerdo con la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje [actualmente sustituida por la Ley 60/2003, de 23 de diciembre], y con la norma reglamentaria aprobada por el Gobierno que se dicte sobre el correspondiente procedimiento arbitral”. Por otro lado, a esta función, sin embargo, añade otra, de resolución de controversias (especialmente sobre el llamado derecho de acceso), sin aclarar que se trate de arbitraje ni exigir el sometimiento de las partes, por lo que no puede configurarse como verdadero arbitraje.

En efecto, por lo que se refiere a los supuestos en que proceda el arbitraje, en primer lugar cabe recordar que mientras que ningún problema resulta en relación con la posibilidad de un arbitraje voluntario, el posible establecimiento de un arbitraje obligatorio puede plantear problemas de constitucionalidad, en cuanto pudiera implicar un conflicto con el derecho a la tutela judicial efectiva proclamado por el artículo 24.1 CE en relación con el artículo 117.3 de la misma, a cuyo tenor “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales”. Dicho precepto no excluye la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos siempre que esté basado en la autonomía de la voluntad de la partes, como se ha declarado entre otras, en las Sentencias del Tribunal Constitucional de 74/1995, de 23 de noviembre, y 43/1988, de 16 de marzo.

Por el contrario, en cuanto al arbitraje obligatorio, la doctrina del Tribunal Constitucional sobre su inconstitucionalidad se encuentra contenida principalmente en la Sentencia núm. 174/1995, de 23 de noviembre, que resolvía sendas cuestiones de inconstitucionalidad planteadas en relación con el párrafo primero del artículo 38.2 de la Ley 16/1987 de Ordenación de los Transportes Terrestres. El mencionado precepto obligaba a las partes de un contrato de transporte terrestre a resolver sus controversias ante las Juntas Arbitrales de Transporte (órgano administrativo) en el caso de que la cuantía no excediera de 500.000 Ptas., salvo pacto expreso en contrario. Se establecía por tanto un arbitraje obligatorio, excluyendo la vía judicial, salvo que todas las partes del contrato expresaran su voluntad en contra. El acceso a los tribunales, por tanto, quedaba supeditado al consentimiento expreso de todas las partes de la controversia. De esta manera, aún cuando una de las partes se opusiera al arbitraje como medio de solución de los conflictos que pudieran surgir en relación con el contrato, tendría que renunciar a la posibilidad de dirimir el conflicto ante los tribunales si no alcanzase un acuerdo en este sentido con el resto de las partes. El Tribunal Constitucional reputó dicha norma contraria al derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en el artículo 24 de la CE (y al artículo 117.3 CE, al entrañar una limitación a la potestad jurisdiccional exclusiva de Juzgados y Tribunales), al requerir “el consentimiento de la parte contraria para ejercer ante un órgano judicial una pretensión frente a ella”. En este mismo sentido, señala la propia Sentencia, en su Fundamento III, que “resulta contrario a la Constitución que la Ley suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje”.

También se refirió al arbitraje obligatorio, si bien desde una perspectiva diferente, la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, de 8 de abril, que resolvía el recurso de inconstitucionalidad núm. 192/1980, interpuesto contra algunos preceptos del Real Decreto-ley 17/1977, regulador del derecho de huelga y de los conflictos colectivos de trabajo. Entre otros, se planteaba la posibleinconstitucionalidad de los artículos 25, b) y 26, que regulaban los llamados laudos de obligado cumplimiento, a través de los cuales la autoridad laboral ponía fin a los conflictos colectivos de intereses. Se argumentaba por el recurrente que dichas normas eran contrarias al artículo 37.2 CE, que consagra el principio de autotutela laboral, excluyendo, por tanto, toda intervención administrativa en la materia. Pues bien, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales los citados preceptos por estimar que el arbitraje obligatorio en los conflictos colectivos de trabajo restringía el derecho a la negociación colectiva sin que concurrieran elementos justificativos de dicha restricción.

En suma, el sometimiento de los conflictos entre la Administración y los administrados, contratistas u otros, al arbitraje exige, ineludiblemente, el carácter voluntario del mismo, lo que ratifica la inclusión del arbitraje, o el convenio arbitral, entre los contratos y convenios.

De otro lado, aparte del problema de la voluntariedad del arbitraje, para hacerlo compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 de la Constitución, en materia administrativa nos encontramos con la exigencia constitucional del control jurisdiccional de la legalidad de la actuación administrativa, de acuerdo con el artículo 106.1, a cuyo tenor “los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. A este respecto, recurriendo nuevamente al estudio de BUSTILLO BOLADO, podemos entender que, si bien podría argüirse que si la Constitución encomienda a los tribunales el control de legalidad de la actividad administrativa, difícilmente puede admitirse que, previo convenio con los sujetos interesados, la propia Administración eluda el control del Poder Judicial y lo sustituya por otro mecanismo alternativo, el arbitraje sería perfectamente posible siempre y cuando se encontrara entre los medios legalmente dispuestos al alcance de la Administración, como equivalente jurisdiccional (al igual que respecto a los particulares), pero sería muy cuestionable la admisibilidad del arbitraje de equidad, por el sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho (art. 103.1 CE).

Concluye, en esta línea, TORNOS MAS que “el arbitraje debe ser en todo caso voluntario y de Derecho”.

En cuanto al ámbito material del arbitraje, la vigente Ley de Arbitraje de 23 de diciembre de 2003, en su artículo 2.1, al definir las controversias jurídicas susceptibles de ser reconducidas al arbitraje, se refiere a “materias de libre disposición conforme a Derecho”. A ello añade su artículo 2.2 que “cuando el arbitraje sea internacional y una de las partes sea un Estado o una sociedad, organización o empresa controlada por un Estado, esa parte no podrá invocar las prerrogativas de su propio Derecho para sustraerse a las obligaciones dimanantes del convenio arbitral”, por lo que sí serían oponibles, en cambio, en los arbitrajes internos.

Por todo ello, parece claro que dicha Ley no es aplicable a los conflictos jurídico-administrativos internos, pero nos da una idea o punto de partida en este ámbito, en el cual, aparte de las relaciones de Derecho privado, la mejor doctrina entiende que podrían someterse a arbitraje las relaciones jurídico-administrativas conflictivas en materia de contratos o convenios y del ámbito permitido a la negociación en materia de función pública. A ello añaden otros autores el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales, fuera de los elementos reglados, así como reclamaciones de cantidad, ya deriven de la expropiación forzosa o de supuestos de responsabilidad patrimonial, entre otros posibles.

Así, SAURA LLUVIA considera que “serán arbitrables todas aquellas cuestiones derivadas de actividades administrativas típica o básicamente convencionales... No obstante, conviene indagar qué aspectos..., por su componente fáctico o no estrechamente reglado, son susceptibles de someterse a la técnica expuesta”.

Por su parte, BUSTILLO BOLADO, desde otro punto de vista, considera posible la previsión de arbitraje “en asuntos sobre los que los recurrentes tengan plena disponibilidad y cuya resolución no se proyecte directamente sobre la esfera jurídica amparada por el derecho de terceros ajenos al convenio arbitral”. Incide de este modo, en la esfera de disposición del administrado, más que en la esfera de disposición de la Administración.

En nuestra opinión, ambas perspectivas han de ser tenidas en cuenta, si bien el principal objeto debate en esta materia es la relativa a la esfera de disposición de la propia Administración.

Francisco García Gómez de Mercado
Aboga


¿Es la contratación pública un sistema eficaz?

 


La Ley de Ciencia, de 1 de junio de 2011 (art. 36), dispone la aplicación del Derecho privado y la adjudicación directa a los contratos relativos a la promoción, gestión y transferencia de resultados de la actividad de investigación, desarrollo e innovación.
Puede parecer que, con ello, la gestión de estos contratos es más eficaz.
Lo mismo ha entendido el legislador en otros casos, pues igualmente se califican legalmente como contratos privados los patrimoniales, los de seguro, los bancarios, los artísticos y las suscripciones; al tiempo que hay una serie de relaciones excluidas de la legislación de contratos públicos, como los contratos de servicios y suministro celebrados por los Organismos Públicos de Investigación estatales y autonómicos, aclarándose ahora que como tales deben incluirse las Universidades.

Queda claro que el legislador considera que muchas veces la legislación de contratación pública no es eficaz, y hace exclusiones o excepciones parciales, al tiempo que los contratos de régimen común quedan sujetos a un régimen cada vez más complejo.

Ahora bien, es preocupante la "huida del Derecho administrativo” que aquí se manifiesta. Se huye del Derecho administrativo porque éste establece formalidades que difícilmente se pueden cumplir a rajatabla.

Pero, a nuestro juicio, mejor que huir del Derecho administrativo es hacer de éste un instrumento más útil, modificando lo que proceda.

Habrá que ver, además, si todas estas exclusiones son conformes con las Directivas comunitarias.


domingo, 6 de marzo de 2011

Urbanismo y expropiación

Suele sorprender que cualquier tipo de desarrollo urbanístico (con independencia de sus fines para vivienda protegida, vivienda libre, turístico, industrial, etc.) cuente con la legitimación legal para privar a los propietarios de los terrenos de su propiedad, es decir, para expropiarlos.

Sin embargo, en España, desde hace muchos años, la expropiación es un medio legal para llevar a cabo la ejecución de cualesquiera planes urbanísticos.

Eso sí, tradicionalmente, se consideraba un medio subsidiario, de forma que sólo debía acudirse a la expropiación cuando los propietarios no cumplían con sus obligaciones de urbanizar conforme a los planes aprobados por la Administración.

Posteriormente, sin embargo, a partir de 1990, la ley permite a la Administración elegir de forma discrecional entre expropiar o emplear otro medio de ejecución del planeamiento.

La situación se agrava en aquellas Comunidades Autónomas que siguen el modelo del llamado Urbanismo corsario (como la Comunidad Valenciana y Andalucía), donde un particular, de acuerdo con la Administración y con su apoyo, es quien desposee a los propietarios y ejecuta la urbanización.

La libre elección entre la expropiación y otros medios ha sido ratificada por distintas leyes (incluida la vigente Ley estatal del Suelo y la Ley del Suelo de la Comunidad de Madrid) y los tribunales de justicia; y es recientemente confirmada, una vez más, por una Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de marzo de 2010.

Me pregunto, sin embargo, si el derecho de propiedad que está garantizado en la Constitución, aun sujeto a la llamada función social, y la sujeción de la expropiación a una causa de utilidad pública o interés social (art. 33 de la Constitución en ambos casos), no deberían llevar a que, siempre que los propietarios cumplan con las obligaciones urbanísticas correspondientes y satisfagan así la utilidad pública, no debiera dárseles preferencia para ello, sin tener que recurrir a la expropiación, que, como ya sabemos, suele dar lugar a "justiprecios" por debajo del valor de mercado y, por tanto, lesivos para los expropiados.

El mal trago de la expropiación


Mi hijo no comprende que si te expropian te paguen menos que si decides vender voluntariamente.

Yo tampoco, aunque así llevamos décadas y décadas.
Es cierto que a veces los Tribunales llegan a reconocer justiprecios superiores a los que en el mercado podrían encontrarse, pero esos son una minoría, aun cuando en ocasiones sea llamativa.

Que el aeropuerto de Barajas, la M50 o las Radiales, pero sólo hasta la M50 (como si después ya sólo quedaran trigales), creen ciudad, como entiende el Tribunal Supremo, y por ende los expropiados tengan un trato razonable o, incluso acaso, más que razonable, no quita en los demás casos el precio sea de derribo. La Administración suele ofrecer una cantidad ínfima, que, aun cuando sea elevada por el Jurado de Expropiación y luego los Tribunales de Justicia, no es realmente un valor que compense efectivamente la pérdida.

Y el expropiado no tiene porqué asumir en propia persona el coste de una obra de interés público; y los políticos no deberían aprovechar esta situación para hacer obras sin contar con el dinero para pagar las expropiaciones, porque primero se ocupa, con una pequeña cantidad y si hay que pagar de verdad no será hasta después de muchos años y muchos pleitos, cuando el político de turno tenga ya otras responsabilidades.

El subsuelo ante el urbanismo

 


Más allá de la consideración tradicional del subsuelo como contenedor de recursos naturales (aguas, minerales, hidrocarburos, etc.), el subsuelo es protagonista de las infraestructuras urbanas (como el metro o distintas canalizaciones) y también de las estructuras (fundamentalmente aparcamientos). Con el desarrollo de la técnica unido a la escasez de suelo bien ubicado y el incremento dramático de su precio (a pesar de su relativa reducción tras la explosión de la burbuja) es factible y rentable un uso del subsuelo cada vez más intensivo. El valor del suelo sigue todavía legalmente centrado en su superficie y la edificabilidad que sobre ella es posible. Pero, al mismo tiempo, el ordenamiento urbanístico permite un uso intensivo del subsuelo (hasta cuatro plantas bajo rasante en Madrid) sin consumir edificabilidad lucrativa. Y, por los motivos expuestos (escasez y carestía del suelo), esa parte del iceberg inmobiliario bajo la superficie puede llegar a tener, según las circunstancias, un valor considerable, mayor incluso, en algún caso, que la posible edificación en superficie. No obstante, no todo el subsuelo es privado y, por ello, su explotación económica exige la intervención de la Administración. De hecho, superadas hace mucho doctrinas radicales que llevaban la propiedad del suelo hasta el centro de la tierra, se viene considerando el subsuelo como una especie de dominio público natural. Se impone, pues, la obtención de una concesión administrativa, como título jurídico que otorga al concesionario el uso de la propiedad pública. Pero también se permite hoy la desafectación del subsuelo público, conforme a las pertinentes normas urbanísticas y el oportuno expediente de desafectación (lo que consagra la vigente Ley del Suelo). De esta manera, se llega a concebir un subsuelo privado baja la rasante de un suelo público (especialmente útil en aparcamientos bajo superficie privada pero que invaden, en parte, el subsuelo de las vías públicas). La importancia del subsuelo y su valor independiente, y no como mero anejo del suelo, también se pone de manifiesto en supuestos de expropiación. Se admite, así, la expropiación del suelo, pero se reclama la reversión del subsuelo; o, de forma inversa, se limita el objeto de la expropiación al subsuelo, reclamando los propietarios mantener la propiedad del suelo y su aprovechamiento.

En definitiva, la técnica y la necesidad nos llevan, como siempre, a nuevas fórmulas jurídicas, superando dogmas anteriores. Ya no resiste el principio del único propietario desde el centro de la tierra al cielo. Podremos tener, así, distintas propiedades, y titularidades públicas y privadas, en sucesivas capas.


El demérito en las expropiaciones

 


A menudo la expropiación parcial de una finca, o la imposición de una servidumbre sobre ella, puede ocasionar perjuicios más allá de los evidentes y directamente derivados por la pérdida de la propiedad o las limitaciones que la servidumbre impone: la superficie restante puede perder valor al reducir su tamaño, o por la forma de dicha porción restante, o por la afección que la infraestructura que motiva la expropiación ocasiona al resto no expropiado. La doctrina jurisprudencial puede sintetizarse del siguiente modo: Si el expropiado considera que como consecuencia de la expropiación parcial la porción restante resulta antieconómica, será necesario que exija la expropiación y, rechazada ésta, podrá solicitar la indemnización correspondiente. Pero la expropiación parcial puede originar otros perjuicios, los cuales también deben ser indemnizados, al margen del cauce de la reclamación de la expropiación total. Por tanto, la falta de petición de expropiación total no es óbice para que se deba indemnizar al expropiado "todos los daños y perjuicios causados como consecuencia de la expropiación, entre los que se encuentra el demérito de la porción de finca no expropiada" La indemnización por expropiación parcial presupone la acreditación de los perjuicios causados, si bien el método para su valoración suele ser el de aplicar un coeficiente sobre el suelo no expropiado, cayéndose, a veces, en un automatismo rechazable. En cualquier caso, hay que recalcar que el coeficiente se aplica sobre el suelo no expropiado, no sobre la porción expropiada. Además, el coeficiente por demérito, aplicado sobre la porción no expropiada, ha de calcularse sobre los factores afectados por la expropiación, que, por ejemplo, puede disminuir el valor del suelo no expropiado pero no el de las plantaciones o edificaciones que sobre el mismo se encuentran (o viceversa). El coeficiente aplicado por el demérito que sufre la porción no expropiada varía en función de los casos concretos enjuiciados, y, aunque exista una cierta tendencia a fijar un 25% , se ha elevado hasta el 30% o reducido al 20%, 15% o incluso 5%. De hecho, si existen dos porciones no expropiadas pueden tener coeficientes distintos. En cualquier caso, la indemnización por expropiación parcial no puede equivaler, ni, desde luego, superar, a la valoración que resultaría de haberse expropiado el resto de la finca, ya que si se equipara la indemnización en ambos casos, ello supondría igualar la privación total y definitiva del derecho de propiedad con los daños causados a consecuencia de la expropiación.