miércoles, 16 de marzo de 2011

El arbitraje y la Administración

 


Tradicionalmente, nuestra legislación ha sido reacia a la sumisión de la Administración a arbitraje, incluso en materias jurídico-privadas. Así, el artículo 12 del Real Decreto de BRAVO MURILLO de 27 de febrero de 1852 prohibió expresamente el juicio de arbitraje en la contratación del Estado. Posteriormente, tanto el artículo 6 de la Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911, como el artículo 41 de la Ley de Patrimonio del Estado, de 15 de abril de 1964, exigían una Ley para someter a la Administración a arbitraje.

En la actualidad, en cambio, el artículo 7.3 de la Ley General Presupuestaria y el art. 31 de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas disponen que “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”.

Sigue siendo un requisito no fácil de cumplir pero es clara la evolución a favor de restringir menos esta posibilidad. Además, al igual que en el arbitraje privado, cabe admitir que la Administración y la otra parte se sometan a arbitraje tanto a través de un convenio arbitral que tenga tal efecto como objeto principal, como a través de una cláusula arbitral inserta en otro contrato principal, para resolver las controversias derivadas del mismo. En este sentido y para facilitar el cumplimiento del señalado requisito, SOSA WAGNER sugiere que la cláusula arbitral se incluyese en el pliego de cláusulas administrativas generales, aprobado por el Consejo de Ministros e informado por el Consejo de Estado.

Al menos, la legislación de algunas Comunidades Autónomas exime del dictamen del respectivo Consejo Consultivo para asuntos de menos de 300.000 euros (artículos 17.8 de la Ley 4/2005, de 8 de abril, del Consejo Consultivo de Andalucía, y 15.4 de la Ley 1/2009, de 30 de marzo, del Consejo Consultivo de Aragón); pareciendo deseable que este límite se extendiese a otras Comunidades y al Estado.

En particular en materia contractual, la Ley de Contratos del Sector Público, aparte de la exclusión de los servicios de arbitraje de la licitación propia de la Ley (art. 4.1 k), contiene las siguientes prescripciones de interés:

En primer lugar, contiene una amplia cláusula de admisión general, si bien para las entidades que no tengan la condición de Administración. Dice, así, el art. 320 LCSP, redactado por Ley 34/2010, que “Los entes, organismos y entidades del sector público que no tengan el carácter de Administraciones Públicas podrán remitir a un arbitraje, conforme a las disposiciones de la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, la solución de las diferencias que puedan surgir sobre los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos que celebren” (no, por tanto, sobre la preparación y adjudicación).

Y, por otra parte, la disposición adicional segunda, para los contratos celebrados en el extranjero, prescribe, en su apartado tercero, que “en los contratos con empresas extranjeras se procurará, cuando las circunstancias lo aconsejen, la incorporación de cláusulas tendentes a resolver las discrepancias que puedan surgir mediante fórmulas sencillas de arbitraje. Igualmente se procurará incluir cláusulas de sumisión a los Tribunales españoles. En estos contratos se podrá transigir previa autorización del Consejo de Ministros o del órgano competente de las Comunidades Autónomas y entidades locales”.

En la legislación autonómica, el arbitraje queda sujeto normalmente, al igual que la transacción, al acuerdo del Consejo de Gobierno. Podemos citar, en este sentido, el artículo 12.3 de la Ley de Patrimonio de la Generalidad Valenciana, de 10 de abril de 2003.

Como señala MONEDERO GIL, “el arbitraje se nos presenta como una vía de resolución de conflictos entre las partes, más rápida, más barata y menos formalista que la vía jurisdiccional; y desde luego más objetiva y segura que los <> que la Administración y los administrados contratantes concluyen en ocasiones para zanjar discrepancias de forma discreta por conveniencia de ambas partes”.

Existe, de hecho, en los últimos tiempos, una creencia bastante generalizada en la oportunidad de facilitar el arbitraje en las cuestiones litigiosas de la Administración. En este sentido, el Consejo de Estado, en su dictamen 4464/98, de 22 de diciembre de 1998, señala a este respecto que "comparte la opinión de que resultaría conveniente potenciar la figura del arbitraje... ".

SAURA LLUVIA advierte que el arbitraje administrativo “representa una novedosa e inédita forma de solventar las diferencias entre la Administración y los ciudadanos”, si bien “se hace preciso determinar el carácter alternativo o sustitutivo del arbitraje en relación al recurso ordinario y no parece que la vía obligatoria, forzosa o excluyente sea adecuada. El arbitraje siempre ha de ser voluntario y el ciudadano podrá optar por acudir a él en los casos predeterminados por la ley, en lugar de interponer recurso ordinario”.

BUSTILLO BOLADO recuerda que las dos ventajas que normalmente se predican del arbitraje son la rapidez y la especialización, y si bien se puede obtener una mayor rapidez, dada la lentitud de la Administración de Justicia en general, y del orden jurisdiccional contencioso-administrativo en particular (a pesar de cierta agilización debida a la introducción de los Juzgados unipersonales de lo Contencioso-Administrativo), es difícil conseguir, en términos generales, una mayor especialización. Con todo, a nuestro juicio, ello sería posible en áreas determinadas (p.ej. fiscal, urbanística o en sectores especiales). No creemos que la especialización de lo contencioso-administrativo, ni en los Juzgados, ni siquiera en los Tribunal Superiores, pueda considerarse imbatible.

Por ejemplo, la disposición adicional undécima, de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, del Sector de Hidrocarburos, crea la Comisión Nacional de la Energía, como organismo público, y, en su apartado tercero, punto 3, le atribuye determinadas funciones, entre las que destaca la siguiente: “Novena: actuar como órgano arbitral en los conflictos que se susciten entre los sujetos que realicen actividades en el sector eléctrico o de hidrocarburos. El ejercicio de esta función arbitral será gratuito y no tendrá carácter público. Esta función de arbitraje, que tendrá carácter voluntario para las partes, se ejercerá de acuerdo con la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje [actualmente sustituida por la Ley 60/2003, de 23 de diciembre], y con la norma reglamentaria aprobada por el Gobierno que se dicte sobre el correspondiente procedimiento arbitral”. Por otro lado, a esta función, sin embargo, añade otra, de resolución de controversias (especialmente sobre el llamado derecho de acceso), sin aclarar que se trate de arbitraje ni exigir el sometimiento de las partes, por lo que no puede configurarse como verdadero arbitraje.

En efecto, por lo que se refiere a los supuestos en que proceda el arbitraje, en primer lugar cabe recordar que mientras que ningún problema resulta en relación con la posibilidad de un arbitraje voluntario, el posible establecimiento de un arbitraje obligatorio puede plantear problemas de constitucionalidad, en cuanto pudiera implicar un conflicto con el derecho a la tutela judicial efectiva proclamado por el artículo 24.1 CE en relación con el artículo 117.3 de la misma, a cuyo tenor “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales”. Dicho precepto no excluye la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos siempre que esté basado en la autonomía de la voluntad de la partes, como se ha declarado entre otras, en las Sentencias del Tribunal Constitucional de 74/1995, de 23 de noviembre, y 43/1988, de 16 de marzo.

Por el contrario, en cuanto al arbitraje obligatorio, la doctrina del Tribunal Constitucional sobre su inconstitucionalidad se encuentra contenida principalmente en la Sentencia núm. 174/1995, de 23 de noviembre, que resolvía sendas cuestiones de inconstitucionalidad planteadas en relación con el párrafo primero del artículo 38.2 de la Ley 16/1987 de Ordenación de los Transportes Terrestres. El mencionado precepto obligaba a las partes de un contrato de transporte terrestre a resolver sus controversias ante las Juntas Arbitrales de Transporte (órgano administrativo) en el caso de que la cuantía no excediera de 500.000 Ptas., salvo pacto expreso en contrario. Se establecía por tanto un arbitraje obligatorio, excluyendo la vía judicial, salvo que todas las partes del contrato expresaran su voluntad en contra. El acceso a los tribunales, por tanto, quedaba supeditado al consentimiento expreso de todas las partes de la controversia. De esta manera, aún cuando una de las partes se opusiera al arbitraje como medio de solución de los conflictos que pudieran surgir en relación con el contrato, tendría que renunciar a la posibilidad de dirimir el conflicto ante los tribunales si no alcanzase un acuerdo en este sentido con el resto de las partes. El Tribunal Constitucional reputó dicha norma contraria al derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en el artículo 24 de la CE (y al artículo 117.3 CE, al entrañar una limitación a la potestad jurisdiccional exclusiva de Juzgados y Tribunales), al requerir “el consentimiento de la parte contraria para ejercer ante un órgano judicial una pretensión frente a ella”. En este mismo sentido, señala la propia Sentencia, en su Fundamento III, que “resulta contrario a la Constitución que la Ley suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje”.

También se refirió al arbitraje obligatorio, si bien desde una perspectiva diferente, la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, de 8 de abril, que resolvía el recurso de inconstitucionalidad núm. 192/1980, interpuesto contra algunos preceptos del Real Decreto-ley 17/1977, regulador del derecho de huelga y de los conflictos colectivos de trabajo. Entre otros, se planteaba la posibleinconstitucionalidad de los artículos 25, b) y 26, que regulaban los llamados laudos de obligado cumplimiento, a través de los cuales la autoridad laboral ponía fin a los conflictos colectivos de intereses. Se argumentaba por el recurrente que dichas normas eran contrarias al artículo 37.2 CE, que consagra el principio de autotutela laboral, excluyendo, por tanto, toda intervención administrativa en la materia. Pues bien, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales los citados preceptos por estimar que el arbitraje obligatorio en los conflictos colectivos de trabajo restringía el derecho a la negociación colectiva sin que concurrieran elementos justificativos de dicha restricción.

En suma, el sometimiento de los conflictos entre la Administración y los administrados, contratistas u otros, al arbitraje exige, ineludiblemente, el carácter voluntario del mismo, lo que ratifica la inclusión del arbitraje, o el convenio arbitral, entre los contratos y convenios.

De otro lado, aparte del problema de la voluntariedad del arbitraje, para hacerlo compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 de la Constitución, en materia administrativa nos encontramos con la exigencia constitucional del control jurisdiccional de la legalidad de la actuación administrativa, de acuerdo con el artículo 106.1, a cuyo tenor “los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. A este respecto, recurriendo nuevamente al estudio de BUSTILLO BOLADO, podemos entender que, si bien podría argüirse que si la Constitución encomienda a los tribunales el control de legalidad de la actividad administrativa, difícilmente puede admitirse que, previo convenio con los sujetos interesados, la propia Administración eluda el control del Poder Judicial y lo sustituya por otro mecanismo alternativo, el arbitraje sería perfectamente posible siempre y cuando se encontrara entre los medios legalmente dispuestos al alcance de la Administración, como equivalente jurisdiccional (al igual que respecto a los particulares), pero sería muy cuestionable la admisibilidad del arbitraje de equidad, por el sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho (art. 103.1 CE).

Concluye, en esta línea, TORNOS MAS que “el arbitraje debe ser en todo caso voluntario y de Derecho”.

En cuanto al ámbito material del arbitraje, la vigente Ley de Arbitraje de 23 de diciembre de 2003, en su artículo 2.1, al definir las controversias jurídicas susceptibles de ser reconducidas al arbitraje, se refiere a “materias de libre disposición conforme a Derecho”. A ello añade su artículo 2.2 que “cuando el arbitraje sea internacional y una de las partes sea un Estado o una sociedad, organización o empresa controlada por un Estado, esa parte no podrá invocar las prerrogativas de su propio Derecho para sustraerse a las obligaciones dimanantes del convenio arbitral”, por lo que sí serían oponibles, en cambio, en los arbitrajes internos.

Por todo ello, parece claro que dicha Ley no es aplicable a los conflictos jurídico-administrativos internos, pero nos da una idea o punto de partida en este ámbito, en el cual, aparte de las relaciones de Derecho privado, la mejor doctrina entiende que podrían someterse a arbitraje las relaciones jurídico-administrativas conflictivas en materia de contratos o convenios y del ámbito permitido a la negociación en materia de función pública. A ello añaden otros autores el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales, fuera de los elementos reglados, así como reclamaciones de cantidad, ya deriven de la expropiación forzosa o de supuestos de responsabilidad patrimonial, entre otros posibles.

Así, SAURA LLUVIA considera que “serán arbitrables todas aquellas cuestiones derivadas de actividades administrativas típica o básicamente convencionales... No obstante, conviene indagar qué aspectos..., por su componente fáctico o no estrechamente reglado, son susceptibles de someterse a la técnica expuesta”.

Por su parte, BUSTILLO BOLADO, desde otro punto de vista, considera posible la previsión de arbitraje “en asuntos sobre los que los recurrentes tengan plena disponibilidad y cuya resolución no se proyecte directamente sobre la esfera jurídica amparada por el derecho de terceros ajenos al convenio arbitral”. Incide de este modo, en la esfera de disposición del administrado, más que en la esfera de disposición de la Administración.

En nuestra opinión, ambas perspectivas han de ser tenidas en cuenta, si bien el principal objeto debate en esta materia es la relativa a la esfera de disposición de la propia Administración.

Francisco García Gómez de Mercado
Aboga


¿Es la contratación pública un sistema eficaz?

 


La Ley de Ciencia, de 1 de junio de 2011 (art. 36), dispone la aplicación del Derecho privado y la adjudicación directa a los contratos relativos a la promoción, gestión y transferencia de resultados de la actividad de investigación, desarrollo e innovación.
Puede parecer que, con ello, la gestión de estos contratos es más eficaz.
Lo mismo ha entendido el legislador en otros casos, pues igualmente se califican legalmente como contratos privados los patrimoniales, los de seguro, los bancarios, los artísticos y las suscripciones; al tiempo que hay una serie de relaciones excluidas de la legislación de contratos públicos, como los contratos de servicios y suministro celebrados por los Organismos Públicos de Investigación estatales y autonómicos, aclarándose ahora que como tales deben incluirse las Universidades.

Queda claro que el legislador considera que muchas veces la legislación de contratación pública no es eficaz, y hace exclusiones o excepciones parciales, al tiempo que los contratos de régimen común quedan sujetos a un régimen cada vez más complejo.

Ahora bien, es preocupante la "huida del Derecho administrativo” que aquí se manifiesta. Se huye del Derecho administrativo porque éste establece formalidades que difícilmente se pueden cumplir a rajatabla.

Pero, a nuestro juicio, mejor que huir del Derecho administrativo es hacer de éste un instrumento más útil, modificando lo que proceda.

Habrá que ver, además, si todas estas exclusiones son conformes con las Directivas comunitarias.


domingo, 6 de marzo de 2011

Urbanismo y expropiación

Suele sorprender que cualquier tipo de desarrollo urbanístico (con independencia de sus fines para vivienda protegida, vivienda libre, turístico, industrial, etc.) cuente con la legitimación legal para privar a los propietarios de los terrenos de su propiedad, es decir, para expropiarlos.

Sin embargo, en España, desde hace muchos años, la expropiación es un medio legal para llevar a cabo la ejecución de cualesquiera planes urbanísticos.

Eso sí, tradicionalmente, se consideraba un medio subsidiario, de forma que sólo debía acudirse a la expropiación cuando los propietarios no cumplían con sus obligaciones de urbanizar conforme a los planes aprobados por la Administración.

Posteriormente, sin embargo, a partir de 1990, la ley permite a la Administración elegir de forma discrecional entre expropiar o emplear otro medio de ejecución del planeamiento.

La situación se agrava en aquellas Comunidades Autónomas que siguen el modelo del llamado Urbanismo corsario (como la Comunidad Valenciana y Andalucía), donde un particular, de acuerdo con la Administración y con su apoyo, es quien desposee a los propietarios y ejecuta la urbanización.

La libre elección entre la expropiación y otros medios ha sido ratificada por distintas leyes (incluida la vigente Ley estatal del Suelo y la Ley del Suelo de la Comunidad de Madrid) y los tribunales de justicia; y es recientemente confirmada, una vez más, por una Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de marzo de 2010.

Me pregunto, sin embargo, si el derecho de propiedad que está garantizado en la Constitución, aun sujeto a la llamada función social, y la sujeción de la expropiación a una causa de utilidad pública o interés social (art. 33 de la Constitución en ambos casos), no deberían llevar a que, siempre que los propietarios cumplan con las obligaciones urbanísticas correspondientes y satisfagan así la utilidad pública, no debiera dárseles preferencia para ello, sin tener que recurrir a la expropiación, que, como ya sabemos, suele dar lugar a "justiprecios" por debajo del valor de mercado y, por tanto, lesivos para los expropiados.

El mal trago de la expropiación


Mi hijo no comprende que si te expropian te paguen menos que si decides vender voluntariamente.

Yo tampoco, aunque así llevamos décadas y décadas.
Es cierto que a veces los Tribunales llegan a reconocer justiprecios superiores a los que en el mercado podrían encontrarse, pero esos son una minoría, aun cuando en ocasiones sea llamativa.

Que el aeropuerto de Barajas, la M50 o las Radiales, pero sólo hasta la M50 (como si después ya sólo quedaran trigales), creen ciudad, como entiende el Tribunal Supremo, y por ende los expropiados tengan un trato razonable o, incluso acaso, más que razonable, no quita en los demás casos el precio sea de derribo. La Administración suele ofrecer una cantidad ínfima, que, aun cuando sea elevada por el Jurado de Expropiación y luego los Tribunales de Justicia, no es realmente un valor que compense efectivamente la pérdida.

Y el expropiado no tiene porqué asumir en propia persona el coste de una obra de interés público; y los políticos no deberían aprovechar esta situación para hacer obras sin contar con el dinero para pagar las expropiaciones, porque primero se ocupa, con una pequeña cantidad y si hay que pagar de verdad no será hasta después de muchos años y muchos pleitos, cuando el político de turno tenga ya otras responsabilidades.

El subsuelo ante el urbanismo

 


Más allá de la consideración tradicional del subsuelo como contenedor de recursos naturales (aguas, minerales, hidrocarburos, etc.), el subsuelo es protagonista de las infraestructuras urbanas (como el metro o distintas canalizaciones) y también de las estructuras (fundamentalmente aparcamientos). Con el desarrollo de la técnica unido a la escasez de suelo bien ubicado y el incremento dramático de su precio (a pesar de su relativa reducción tras la explosión de la burbuja) es factible y rentable un uso del subsuelo cada vez más intensivo. El valor del suelo sigue todavía legalmente centrado en su superficie y la edificabilidad que sobre ella es posible. Pero, al mismo tiempo, el ordenamiento urbanístico permite un uso intensivo del subsuelo (hasta cuatro plantas bajo rasante en Madrid) sin consumir edificabilidad lucrativa. Y, por los motivos expuestos (escasez y carestía del suelo), esa parte del iceberg inmobiliario bajo la superficie puede llegar a tener, según las circunstancias, un valor considerable, mayor incluso, en algún caso, que la posible edificación en superficie. No obstante, no todo el subsuelo es privado y, por ello, su explotación económica exige la intervención de la Administración. De hecho, superadas hace mucho doctrinas radicales que llevaban la propiedad del suelo hasta el centro de la tierra, se viene considerando el subsuelo como una especie de dominio público natural. Se impone, pues, la obtención de una concesión administrativa, como título jurídico que otorga al concesionario el uso de la propiedad pública. Pero también se permite hoy la desafectación del subsuelo público, conforme a las pertinentes normas urbanísticas y el oportuno expediente de desafectación (lo que consagra la vigente Ley del Suelo). De esta manera, se llega a concebir un subsuelo privado baja la rasante de un suelo público (especialmente útil en aparcamientos bajo superficie privada pero que invaden, en parte, el subsuelo de las vías públicas). La importancia del subsuelo y su valor independiente, y no como mero anejo del suelo, también se pone de manifiesto en supuestos de expropiación. Se admite, así, la expropiación del suelo, pero se reclama la reversión del subsuelo; o, de forma inversa, se limita el objeto de la expropiación al subsuelo, reclamando los propietarios mantener la propiedad del suelo y su aprovechamiento.

En definitiva, la técnica y la necesidad nos llevan, como siempre, a nuevas fórmulas jurídicas, superando dogmas anteriores. Ya no resiste el principio del único propietario desde el centro de la tierra al cielo. Podremos tener, así, distintas propiedades, y titularidades públicas y privadas, en sucesivas capas.


El demérito en las expropiaciones

 


A menudo la expropiación parcial de una finca, o la imposición de una servidumbre sobre ella, puede ocasionar perjuicios más allá de los evidentes y directamente derivados por la pérdida de la propiedad o las limitaciones que la servidumbre impone: la superficie restante puede perder valor al reducir su tamaño, o por la forma de dicha porción restante, o por la afección que la infraestructura que motiva la expropiación ocasiona al resto no expropiado. La doctrina jurisprudencial puede sintetizarse del siguiente modo: Si el expropiado considera que como consecuencia de la expropiación parcial la porción restante resulta antieconómica, será necesario que exija la expropiación y, rechazada ésta, podrá solicitar la indemnización correspondiente. Pero la expropiación parcial puede originar otros perjuicios, los cuales también deben ser indemnizados, al margen del cauce de la reclamación de la expropiación total. Por tanto, la falta de petición de expropiación total no es óbice para que se deba indemnizar al expropiado "todos los daños y perjuicios causados como consecuencia de la expropiación, entre los que se encuentra el demérito de la porción de finca no expropiada" La indemnización por expropiación parcial presupone la acreditación de los perjuicios causados, si bien el método para su valoración suele ser el de aplicar un coeficiente sobre el suelo no expropiado, cayéndose, a veces, en un automatismo rechazable. En cualquier caso, hay que recalcar que el coeficiente se aplica sobre el suelo no expropiado, no sobre la porción expropiada. Además, el coeficiente por demérito, aplicado sobre la porción no expropiada, ha de calcularse sobre los factores afectados por la expropiación, que, por ejemplo, puede disminuir el valor del suelo no expropiado pero no el de las plantaciones o edificaciones que sobre el mismo se encuentran (o viceversa). El coeficiente aplicado por el demérito que sufre la porción no expropiada varía en función de los casos concretos enjuiciados, y, aunque exista una cierta tendencia a fijar un 25% , se ha elevado hasta el 30% o reducido al 20%, 15% o incluso 5%. De hecho, si existen dos porciones no expropiadas pueden tener coeficientes distintos. En cualquier caso, la indemnización por expropiación parcial no puede equivaler, ni, desde luego, superar, a la valoración que resultaría de haberse expropiado el resto de la finca, ya que si se equipara la indemnización en ambos casos, ello supondría igualar la privación total y definitiva del derecho de propiedad con los daños causados a consecuencia de la expropiación.