Tradicionalmente, nuestra legislación ha sido reacia a la sumisión de la Administración a arbitraje, incluso en materias jurídico-privadas. Así, el artículo 12 del Real Decreto de BRAVO MURILLO de 27 de febrero de 1852 prohibió expresamente el juicio de arbitraje en la contratación del Estado. Posteriormente, tanto el artículo 6 de la Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911, como el artículo 41 de la Ley de Patrimonio del Estado, de 15 de abril de 1964, exigían una Ley para someter a la Administración a arbitraje.
En la actualidad, en cambio, el artículo 7.3 de la Ley General Presupuestaria y el art. 31 de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas disponen que “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”.
Sigue siendo un requisito no fácil de cumplir pero es clara la evolución a favor de restringir menos esta posibilidad. Además, al igual que en el arbitraje privado, cabe admitir que la Administración y la otra parte se sometan a arbitraje tanto a través de un convenio arbitral que tenga tal efecto como objeto principal, como a través de una cláusula arbitral inserta en otro contrato principal, para resolver las controversias derivadas del mismo. En este sentido y para facilitar el cumplimiento del señalado requisito, SOSA WAGNER sugiere que la cláusula arbitral se incluyese en el pliego de cláusulas administrativas generales, aprobado por el Consejo de Ministros e informado por el Consejo de Estado.
Al menos, la legislación de algunas Comunidades Autónomas exime del dictamen del respectivo Consejo Consultivo para asuntos de menos de 300.000 euros (artículos 17.8 de la Ley 4/2005, de 8 de abril, del Consejo Consultivo de Andalucía, y 15.4 de la Ley 1/2009, de 30 de marzo, del Consejo Consultivo de Aragón); pareciendo deseable que este límite se extendiese a otras Comunidades y al Estado.
En particular en materia contractual, la Ley de Contratos del Sector Público, aparte de la exclusión de los servicios de arbitraje de la licitación propia de la Ley (art. 4.1 k), contiene las siguientes prescripciones de interés:
En primer lugar, contiene una amplia cláusula de admisión general, si bien para las entidades que no tengan la condición de Administración. Dice, así, el art. 320 LCSP, redactado por Ley 34/2010, que “Los entes, organismos y entidades del sector público que no tengan el carácter de Administraciones Públicas podrán remitir a un arbitraje, conforme a las disposiciones de la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, la solución de las diferencias que puedan surgir sobre los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos que celebren” (no, por tanto, sobre la preparación y adjudicación).
Y, por otra parte, la disposición adicional segunda, para los contratos celebrados en el extranjero, prescribe, en su apartado tercero, que “en los contratos con empresas extranjeras se procurará, cuando las circunstancias lo aconsejen, la incorporación de cláusulas tendentes a resolver las discrepancias que puedan surgir mediante fórmulas sencillas de arbitraje. Igualmente se procurará incluir cláusulas de sumisión a los Tribunales españoles. En estos contratos se podrá transigir previa autorización del Consejo de Ministros o del órgano competente de las Comunidades Autónomas y entidades locales”.
En la legislación autonómica, el arbitraje queda sujeto normalmente, al igual que la transacción, al acuerdo del Consejo de Gobierno. Podemos citar, en este sentido, el artículo 12.3 de la Ley de Patrimonio de la Generalidad Valenciana, de 10 de abril de 2003.
Como señala MONEDERO GIL, “el arbitraje se nos presenta como una vía de resolución de conflictos entre las partes, más rápida, más barata y menos formalista que la vía jurisdiccional; y desde luego más objetiva y segura que los <> que la Administración y los administrados contratantes concluyen en ocasiones para zanjar discrepancias de forma discreta por conveniencia de ambas partes”.
Existe, de hecho, en los últimos tiempos, una creencia bastante generalizada en la oportunidad de facilitar el arbitraje en las cuestiones litigiosas de la Administración. En este sentido, el Consejo de Estado, en su dictamen 4464/98, de 22 de diciembre de 1998, señala a este respecto que "comparte la opinión de que resultaría conveniente potenciar la figura del arbitraje... ".
SAURA LLUVIA advierte que el arbitraje administrativo “representa una novedosa e inédita forma de solventar las diferencias entre la Administración y los ciudadanos”, si bien “se hace preciso determinar el carácter alternativo o sustitutivo del arbitraje en relación al recurso ordinario y no parece que la vía obligatoria, forzosa o excluyente sea adecuada. El arbitraje siempre ha de ser voluntario y el ciudadano podrá optar por acudir a él en los casos predeterminados por la ley, en lugar de interponer recurso ordinario”.
BUSTILLO BOLADO recuerda que las dos ventajas que normalmente se predican del arbitraje son la rapidez y la especialización, y si bien se puede obtener una mayor rapidez, dada la lentitud de la Administración de Justicia en general, y del orden jurisdiccional contencioso-administrativo en particular (a pesar de cierta agilización debida a la introducción de los Juzgados unipersonales de lo Contencioso-Administrativo), es difícil conseguir, en términos generales, una mayor especialización. Con todo, a nuestro juicio, ello sería posible en áreas determinadas (p.ej. fiscal, urbanística o en sectores especiales). No creemos que la especialización de lo contencioso-administrativo, ni en los Juzgados, ni siquiera en los Tribunal Superiores, pueda considerarse imbatible.
Por ejemplo, la disposición adicional undécima, de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, del Sector de Hidrocarburos, crea la Comisión Nacional de la Energía, como organismo público, y, en su apartado tercero, punto 3, le atribuye determinadas funciones, entre las que destaca la siguiente: “Novena: actuar como órgano arbitral en los conflictos que se susciten entre los sujetos que realicen actividades en el sector eléctrico o de hidrocarburos. El ejercicio de esta función arbitral será gratuito y no tendrá carácter público. Esta función de arbitraje, que tendrá carácter voluntario para las partes, se ejercerá de acuerdo con la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje [actualmente sustituida por la Ley 60/2003, de 23 de diciembre], y con la norma reglamentaria aprobada por el Gobierno que se dicte sobre el correspondiente procedimiento arbitral”. Por otro lado, a esta función, sin embargo, añade otra, de resolución de controversias (especialmente sobre el llamado derecho de acceso), sin aclarar que se trate de arbitraje ni exigir el sometimiento de las partes, por lo que no puede configurarse como verdadero arbitraje.
En efecto, por lo que se refiere a los supuestos en que proceda el arbitraje, en primer lugar cabe recordar que mientras que ningún problema resulta en relación con la posibilidad de un arbitraje voluntario, el posible establecimiento de un arbitraje obligatorio puede plantear problemas de constitucionalidad, en cuanto pudiera implicar un conflicto con el derecho a la tutela judicial efectiva proclamado por el artículo 24.1 CE en relación con el artículo 117.3 de la misma, a cuyo tenor “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales”. Dicho precepto no excluye la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos siempre que esté basado en la autonomía de la voluntad de la partes, como se ha declarado entre otras, en las Sentencias del Tribunal Constitucional de 74/1995, de 23 de noviembre, y 43/1988, de 16 de marzo.
Por el contrario, en cuanto al arbitraje obligatorio, la doctrina del Tribunal Constitucional sobre su inconstitucionalidad se encuentra contenida principalmente en la Sentencia núm. 174/1995, de 23 de noviembre, que resolvía sendas cuestiones de inconstitucionalidad planteadas en relación con el párrafo primero del artículo 38.2 de la Ley 16/1987 de Ordenación de los Transportes Terrestres. El mencionado precepto obligaba a las partes de un contrato de transporte terrestre a resolver sus controversias ante las Juntas Arbitrales de Transporte (órgano administrativo) en el caso de que la cuantía no excediera de 500.000 Ptas., salvo pacto expreso en contrario. Se establecía por tanto un arbitraje obligatorio, excluyendo la vía judicial, salvo que todas las partes del contrato expresaran su voluntad en contra. El acceso a los tribunales, por tanto, quedaba supeditado al consentimiento expreso de todas las partes de la controversia. De esta manera, aún cuando una de las partes se opusiera al arbitraje como medio de solución de los conflictos que pudieran surgir en relación con el contrato, tendría que renunciar a la posibilidad de dirimir el conflicto ante los tribunales si no alcanzase un acuerdo en este sentido con el resto de las partes. El Tribunal Constitucional reputó dicha norma contraria al derecho a la tutela judicial efectiva consagrado en el artículo 24 de la CE (y al artículo 117.3 CE, al entrañar una limitación a la potestad jurisdiccional exclusiva de Juzgados y Tribunales), al requerir “el consentimiento de la parte contraria para ejercer ante un órgano judicial una pretensión frente a ella”. En este mismo sentido, señala la propia Sentencia, en su Fundamento III, que “resulta contrario a la Constitución que la Ley suprima o prescinda de la voluntad de una de las partes para someter la controversia al arbitraje”.
También se refirió al arbitraje obligatorio, si bien desde una perspectiva diferente, la Sentencia del Tribunal Constitucional 11/1981, de 8 de abril, que resolvía el recurso de inconstitucionalidad núm. 192/1980, interpuesto contra algunos preceptos del Real Decreto-ley 17/1977, regulador del derecho de huelga y de los conflictos colectivos de trabajo. Entre otros, se planteaba la posibleinconstitucionalidad de los artículos 25, b) y 26, que regulaban los llamados laudos de obligado cumplimiento, a través de los cuales la autoridad laboral ponía fin a los conflictos colectivos de intereses. Se argumentaba por el recurrente que dichas normas eran contrarias al artículo 37.2 CE, que consagra el principio de autotutela laboral, excluyendo, por tanto, toda intervención administrativa en la materia. Pues bien, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales los citados preceptos por estimar que el arbitraje obligatorio en los conflictos colectivos de trabajo restringía el derecho a la negociación colectiva sin que concurrieran elementos justificativos de dicha restricción.
En suma, el sometimiento de los conflictos entre la Administración y los administrados, contratistas u otros, al arbitraje exige, ineludiblemente, el carácter voluntario del mismo, lo que ratifica la inclusión del arbitraje, o el convenio arbitral, entre los contratos y convenios.
De otro lado, aparte del problema de la voluntariedad del arbitraje, para hacerlo compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 de la Constitución, en materia administrativa nos encontramos con la exigencia constitucional del control jurisdiccional de la legalidad de la actuación administrativa, de acuerdo con el artículo 106.1, a cuyo tenor “los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. A este respecto, recurriendo nuevamente al estudio de BUSTILLO BOLADO, podemos entender que, si bien podría argüirse que si la Constitución encomienda a los tribunales el control de legalidad de la actividad administrativa, difícilmente puede admitirse que, previo convenio con los sujetos interesados, la propia Administración eluda el control del Poder Judicial y lo sustituya por otro mecanismo alternativo, el arbitraje sería perfectamente posible siempre y cuando se encontrara entre los medios legalmente dispuestos al alcance de la Administración, como equivalente jurisdiccional (al igual que respecto a los particulares), pero sería muy cuestionable la admisibilidad del arbitraje de equidad, por el sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho (art. 103.1 CE).
Concluye, en esta línea, TORNOS MAS que “el arbitraje debe ser en todo caso voluntario y de Derecho”.
En cuanto al ámbito material del arbitraje, la vigente Ley de Arbitraje de 23 de diciembre de 2003, en su artículo 2.1, al definir las controversias jurídicas susceptibles de ser reconducidas al arbitraje, se refiere a “materias de libre disposición conforme a Derecho”. A ello añade su artículo 2.2 que “cuando el arbitraje sea internacional y una de las partes sea un Estado o una sociedad, organización o empresa controlada por un Estado, esa parte no podrá invocar las prerrogativas de su propio Derecho para sustraerse a las obligaciones dimanantes del convenio arbitral”, por lo que sí serían oponibles, en cambio, en los arbitrajes internos.
Por todo ello, parece claro que dicha Ley no es aplicable a los conflictos jurídico-administrativos internos, pero nos da una idea o punto de partida en este ámbito, en el cual, aparte de las relaciones de Derecho privado, la mejor doctrina entiende que podrían someterse a arbitraje las relaciones jurídico-administrativas conflictivas en materia de contratos o convenios y del ámbito permitido a la negociación en materia de función pública. A ello añaden otros autores el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales, fuera de los elementos reglados, así como reclamaciones de cantidad, ya deriven de la expropiación forzosa o de supuestos de responsabilidad patrimonial, entre otros posibles.
Así, SAURA LLUVIA considera que “serán arbitrables todas aquellas cuestiones derivadas de actividades administrativas típica o básicamente convencionales... No obstante, conviene indagar qué aspectos..., por su componente fáctico o no estrechamente reglado, son susceptibles de someterse a la técnica expuesta”.
Por su parte, BUSTILLO BOLADO, desde otro punto de vista, considera posible la previsión de arbitraje “en asuntos sobre los que los recurrentes tengan plena disponibilidad y cuya resolución no se proyecte directamente sobre la esfera jurídica amparada por el derecho de terceros ajenos al convenio arbitral”. Incide de este modo, en la esfera de disposición del administrado, más que en la esfera de disposición de la Administración.
En nuestra opinión, ambas perspectivas han de ser tenidas en cuenta, si bien el principal objeto debate en esta materia es la relativa a la esfera de disposición de la propia Administración.
Francisco García Gómez de Mercado
Aboga