viernes, 16 de marzo de 2012

La vinculación de las resoluciones penales en el ámbito administrativo

 


Impues­ta la sanción penal, no cabrá sanción adminis­trati­va (conforme al ya examinado principio non bis in idem) pero si el inculpado queda absuelto en el proceso penal nada impide que se le imponga una sanción administrati­va, respetan­do, eso sí, los hechos decla­rados probados por los tribunales.

En este sentido, el art. 137.2 LAP dispone que “los hechos declarados probados por resoluciones judiciales penales firmes vincularán a las Administraciones Públicas respecto de los procedimientos sancionadores que substancien” (lo que repite el art. 7.3 RPPS); pudiendo observar con GARBERÍ que, aunque a menudo se hable de la vinculación de las sentencias penales, la Ley habla de resoluciones judiciales y, así, también son vinculantes los autos de sobreseimiento libre, por inexistencia del hecho (art. 637.1 LECrim), pues no puede el hecho ser inexistente y existente a la vez, pero no los autos de sobreseimiento por falta de tipicidad delictiva (art. 637.2 LECrim) o de sobreseimiento provisional (art. 641 LECrim).

Ya la Sentencia del Tribunal Constitucional 77/1983, de 3 de octubre, declaró que "unos mismos hechos no pueden existir y dejar de existir para los órganos del Estado. Consecuencia de lo dicho, puesto en conexión con la regla de la subordinación de la actuación sancionadora de la Administración a la actuación de los tribunales de justicia es que la primera ... no puede actuar mientras no lo hayan hecho los segundos y deba en todo caso respetar, cuando actúe a posteriori, el planteamiento fáctico que aquéllos hayan realizado", de suerte que "la cosa juzgada despliega un efecto positivo, de manera que lo declarado por sentencia firme constituye la verdad jurídica y un efecto negativo, que determina la imposibilidad de que se produzca un nuevo pronunciamiento sobre el tema".

Así, la Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de abril de 1999 (Ar. 3507) declara que el principio non bis in idem (que, como sabemos, excluye la dualidad de sanciones, penal y administrativa)

"comporta también un sistema de relación entre las dos manifestaciones de ius puniendi estatal, potestad sancionadora de la Administración y ejercicio de la jurisdicción penal, en el que se otorga prevalencia a la sentencia penal, de manera que sancionado un ilícito como infracción penal por sentencia firme resulta claro el desapoderamiento de la Administración para sancionar por el mismo hecho (STS 20 oct. 1984). Pero no es ésta la única consecuencia de la prevalencia penal, ya que la prioridad trasciende al ámbito procesal... y así promovido un juicio criminal en averiguación de un delito o falta no puede seguirse pleito sobre el mismo hecho, suspendiéndose, si lo hubiera, en el estado en que se hallare hasta que recaiga sentencia firme en la causa criminal. Y también resulta, con carácter general, la imposibilidad de que los órganos de la Administración lleven a cabo las actuaciones o procedimientos sancionadores en aquellos casos en que los hechos puedan ser constitutivos de delito o falta".

Añade la propia Sentencia que

"de acuerdo con la referida regla de prioridad del procedimiento penal, el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración ha de esperar al resultado de la sentencia penal y, si es condenatorio con la concurrencia de triple identidad a que se ha hecho referencia (subjetiva, objetiva y de fundamento sancionador), la Administración resulta plenamente vinculada al pronunciamiento deviniendo improcedente la sanción administrativa como consecuencia material o positiva del principio de prohibición que incorporar el principio non bis in idem. Por el contrario, en el supuesto de que ... la sentencia penal sea absolutoria, no cabe sostener ... la prohibición genérica de un pronunciamiento administrativo sancionador, porque lo que excluye [el principio de referencia] es la doble sanción y no el doble pronunciamiento ... la sentencia penal absolutoria no bloquea las posteriores actuaciones administrativas sancionadoras, pero sus declaraciones sobre los hechos probados inciden necesariamente sobre la resolución administrativa (criterio que, por cierto, incorpora el art. 137.2 LAP ... No se da, en cambio, condicionamiento cuando existe diferencia en la conceptuación que la actuación del autor merece con arreglo a las normas penales y administrativas, de manera que no resulta imposible que unos mismos hechos no merezcan reproche estrictamente penal y sí en cambio que lo sea desde la perspectiva del ilícito administrativo, siempre que la tipificación en uno y otro ámbito resulten diferentes al contemplar la protección de diversos bienes jurídicos".

"En suma -concluye la sentencia-, de la jurisprudencia expuesta pueden extraerse los siguientes criterios: a) si el tribunal penal declara inexistentes los hechos no puede la Administración imponer por ellos sanción alguna; b) si el tribunal declara la existencia de los hechos pero absuelve por otras causas , la Administración debe tenerlos en cuenta y, valorándolos desde la perspectiva del ilícito administrativo distinta de la pena, imponer la sanción que corresponda conforme al ordenamiento administrativo, y c) si el tribunal constata simplemente que los hechos no se han probado, la Administración puede acreditarlos en el expediente administrativo y, si así fuera, sancionarlos administrativamente".

Asimismo, cabe citar la Sentencia del Tribunal Supremo de 13 de mayo de 1999 (Ar. 4496), para la cual "nuestro Derecho positivo, después de la CE, da prevalencia a la jurisdicción penal, en el supuesto de que del expediente administrativo sancionador pudiera derivarse alguna conducta que sea constitutiva de delito o falta penal", procediendo la nulidad de la sanción administrativa, "aunque no las demás actuaciones que se contienen en el procedimiento sancionador que debe quedar suspendido hasta que" recaiga sentencia firme en el orden penal, momento en el cual "debe la Administración reabrir el procedimiento sancionador para, con respeto a los hechos que establezca la jurisdicción penal, ponderar y valorar si se cometieron infracciones administrativas, susceptibles de ser sancionadas (por no haber condena penal o ser compatibles con ésta).

Finalmente, podemos reseñar la Sentencia de 7 de junio de 1999 (Ar. 6128), según la cual “en el caso de que unos mismos hechos constituyan delito y supuesto de responsabilidad contable, será la jurisdicción penal la prevalente en materia de determinación de la existencia o inexistencia de aquellos y de su autoría, determinación que habrá de respetarse en sede de jurisdicción contable, lo mismo que la jurisdicción penal deberá abstenerse de determinar la responsabilidad civil ex delicto en la medida en que ésta coincida con la responsabilidad contable”.


La suspensión de las sanciones tributarias

 


1. ANTECEDENTES.

Con anterioridad, la aplicación meramente supletoria de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común (LAP) se puso de manifiesto con la redacción conferida por la Ley 25/1995 al Art. 81.3 de la anterior Ley General Tributaria, a cuyo tenor “la interposición de cualquier recurso o reclamación no suspenderá la ejecución de la sanción impuesta”, en clara contradicción del Art. 138.3 LAP. Así, las Sentencias de 13 de febrero y 15 de junio de 1998 (Ar. 2183 y 6285) entendieron entonces que “estas incidencias acreditan la existencia de un margen de libre actuación del legislador, que en nada afecta al principio de presunción de inocencia”.

Con todo, las sanciones tributarias gozaban del privilegiado régimen de suspensión de actos en vía económico-administrativa, que hoy establece el Art. 233 LGT, que determina que tales actos pueden ser suspendidos automáticamente mediante la correspondiente caución o aval; regla que el Tribunal Supremo ha estimado aplicable a la suspensión de estos actos en vía contencioso-administrativa (p.ej. STS 9 y 10-4-1999, Ar. 2968, 2973 y 2971), aparte de poder ser suspendidos por causar perjuicios de imposible o difícil reparación, de conformidad con las reglas generales, acogidas asimismo en esta sede finalmente.

A partir del Art. 35 de la Ley de 26 de febrero de 1998, de derechos y garantías del contribuyente, “la ejecución de las sanciones tributarias quedará automáticamente suspendida sin necesidad de aportar garantía por la presentación en tiempo y forma del recurso o reclamación administrativa que contra aquellas proceda y sin que puedan ejecutarse hasta que sean firmes en vía administrativa” (concordando así con el Art. 138.3 LAP). A ello añade el art. 38 del Real Decreto 1930/1998, de 11 de septiembre, regulador del procedimiento sancionador en el ámbito tributario, que “una vez concluida la vía administrativa, los órganos de recaudación no iniciarán las actuaciones del procedimiento de apremio mientras no concluya el plazo para interponer el recurso contencioso-administrativo. Si durante ese plazo el interesado comunicase a dicho órgano la interposición del recurso con petición de suspensión y ofrecimiento de caución para garantizar la deuda, se mantendrá la paralización del procedimiento en tanto conserve su vigencia y eficacia la garantía aportada. El procedimiento se reanudará o suspenderá a resultas de la decisión que adopte el órgano judicial en la pieza de suspensión”.

2. RÉGIMEN VIGENTE: SUSPENSIÓN AUTOMÁTICA EN VÍA ADMINISTRATIVA.

Respecto de la tan traída y llevada ejecutividad de las sanciones tributarias, el Art. 212.3 LGT sigue la línea de la ahora derogada Ley de derechos y garantías del contribuyente de 1998, y por tanto de la LAP, y así dispone que “la interposición en tiempo y forma de un recurso o reclamación administrativa contra una sanción producirá los siguientes efectos:

a) La ejecución de las sanciones quedará automáticamente suspendida en período voluntario sin necesidad de aportar garantías hasta que sean firmes en vía administrativa.
b) No se exigirán intereses de demora por el tiempo que transcurra hasta la finalización del plazo de pago en período voluntario abierto por la notificación de la resolución que ponga fin a la vía administrativa”.

En su desarrollo, el Art. 29 del Reglamento General del Régimen Sancionador Tributario (RGRST) es aprobado por Real Decreto 2063/2004, de 15 de octubre, dispone que “la suspensión de la ejecución de las sanciones, pecuniarias y no pecuniarias, como consecuencia de la interposición en tiempo y forma de un recurso o reclamación en vía administrativa se aplicará automáticamente por los órganos competentes, sin necesidad de que el interesado lo solicite”. Es más, “una vez la sanción sea firme en vía administrativa, los órganos de recaudación no iniciarán las actuaciones del procedimiento de apremio mientras no concluya el plazo para interponer el recurso contencioso-administrativo. Si durante ese plazo el interesado comunica a dichos órganos la interposición del recurso con petición de suspensión, ésta se mantendrá hasta que el órgano judicial adopte la decisión que corresponda en relación con la suspensión solicitada”.

Por tanto, siguiendo a TESO GAMELLA, en la actualidad, “en el ámbito del Derecho tributario sancionador, rige el mismo criterio que en la LAP de suspensión automática de las sanciones, que demoran su ejecución hasta que las sanciones hayan causado estado en vía administrativa. Pero se da un paso más y se aplaza la ejecución hasta la decisión judicial sobre la adopción de medidas cautelares en determinados casos, cuando se haga comunicación al órgano administrativo de la interposición del recurso contencioso-administrativo con petición de suspensión” (de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional que mencionaremos al tratar la suspensión en vía judicial).

Como hemos avanzado, la jurisprudencia ha admitido la previa contradicción con el régimen general, merced a la aplicación meramente supletoria de la LAP (cuando quizá podría haberse reputado contraria a los principios derivados de la Constitución), pero, al considerar que “estos preceptos forman parte del régimen sancionador tributario, y por implicar una mayor garantía de los contribuyentes ... ha de concluirse que, por tratarse de normas más beneficiosas, [las del nuevo régimen] deben ser aplicadas con carácter retroactivo” (STS 29-10-1999, Ar. 8644; 6-3-2000, Ar. 2802; 19-12-2001, Ar. 10119; 24-1-2003, Ar. 1753; 7-2-2003, Ar. 2480; 26-2-2003, Ar. 1752; y 21-3-2003, Ar. 3619).

Ahora bien, lo que se exige, para la ejecutividad de la sanción, es la llamada firmeza en vía administrativa, que ésta se agote, no la firmeza en sentido propio. Sin embargo, la citada Sentencia de 19 de diciembre de 2001 (Ar. 10119) parece no entenderlo así al añadir que “hasta la resolución del oportuno recurso jurisdiccional, en el supuesto de que fuera desestimado, no podría decirse que la sanción había quedado firme en vía administrativa”. De forma semejante, la Sentencia de 3 de diciembre de 2002 (Ar. 866), entre otras varias, proclama la regla de la “no ejecutividad de las sanciones en materia tributaria mientras no sean firmes en vía administrativa –es decir, mientras no se dicte la pertinente resolución jurisdiccional-, y, por tanto, la innecesariedad de afianzar su importe, pues no hay nada que suspender”. En parecido tenor se pronuncian, por ejemplo, las Sentencias de 3 de diciembre de 2002 (Ar. 866) y 29 de enero de 2003 (Ar. 2022). Ello viene, sin embargo, precisado por las Sentencia de 23 de octubre de 2002 (Ar. 10229) y 26 de febrero de 2003 (Ar. 1752), al expresar que tal regla debe entenderse “en el sentido especificado” al referirse a la doctrina general de la ejecutividad de las sanciones administrativas “cuando pongan fin a la vía administrativa”, y lo cierto es que los pronunciamientos relativos a la exigencia de “firmeza” en vía administrativa viene referidos a solicitudes de suspensión en dicha vía, sobre cuya concesión se ventila el contencioso-administrativo, pero no sobre solicitudes de suspensión en vía judicial. Así, ya la Sentencia de 29 de octubre de 1999 (Ar. 8644) reconoce que lo que ha hecho el art. 35 de la Ley de derechos y garantías del contribuyente es reproducir el art. 138.3 LAP.

Por lo que antecede, la regulación vigente debe entenderse en este sentido, de equiparar en este punto el régimen sancionador tributario al común de la LAP. Eso sí, frente a la polémica en torno a si se trataba de un supuesto de inejecutividad (una visión tal vez más rigurosa y acorde con el régimen general) o de suspensión automática, la LGT opta por la segunda alternativa, bien que proclama, seguidamente, la inexigibilidad de intereses de demora (que iría de suyo en caso de inejecutividad pero precisa esta declaración legal al contemplarse el caso como de suspensión automática).

3. SUSPENSIÓN EN VÍA JUDICIAL.

Conforme al Art. 233.8 LGT, la suspensión de la sanción se mantendrá si se comunica a la Administración la interposición del recurso contencioso-administrativo, con solicitud de suspensión, y hasta que el órgano jurisdiccional resuelva, lo que se acomoda a la doctrina sentada por el Tribunal Constitucional (STC 78/1996, de 20 de mayo). Ello viene ahora aplicado por el Art. 29 RGRST.

La Sentencia de 14 de diciembre de 2002 (Ar. 492) recuerda que “se haya resuelto en numerosísimas ocasiones, y deba resolverse ahora, que procede la suspensión exclusivamente del acto administrativo de gestión o ejecución tributaria recurrido, en el caso concreto de que el recurrente, habiendo obtenido la suspensión en la vía administrativa y alegando que se le producirían perjuicios de la ejecución durante la vía jurisdiccional, garantice el pago de la deuda tributaria con la amplitud que señala” la legislación tributaria; y que “posteriormente hemos seguido manteniendo la misma doctrina”, y, en particular, “en la Sentencia de 10 de abril de 1999 (Ar. 3579) la afirmamos nuevamente y salimos al paso de quien piense que no hay valoración jurisdiccional de la idoneidad de la medida de suspensión, y que basta la prestación de caución para obtenerla, pues insistimos en que «debe aclararse que la suspensión en vía jurisdiccional no se confunde con la que pueda haberse obtenido en vía administrativa, pues no existe un derecho indiscriminado para obtener la suspensión simplemente por la prestación u ofrecimiento de caución». La caución, frase que hemos repetido ya en varias resoluciones, no es el título para obtener la suspensión, sino su consecuencia”. Se reserva, pues, la jurisprudencia el “conocimiento” de la suspensión en vía judicial, pero lo cierto es que, en la práctica, confirma casi sin excepciones la suspensión acordada en vía económico-administrativa con garantía y sin justificar el periculum in mora.

Ahora bien, una vez que, con el régimen vigente, el acto sancionador queda suspendido en vía administrativa sin necesidad de garantía ni de demostración de perjuicio alguno, parece que el régimen de suspensión en vía judicial deberá ser el común a las sanciones administrativas.

Opina a este respecto la Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de enero de 2001 (Ar. 157) que, “como es conocido, pues nuestra Sala lo tiene declarado con reiteración, y también el Tribunal Constitucional (STC de 29 de abril de 1993), para que proceda otorgar la medida cautelar es necesario que, además de concurrir los presupuestos del periculum in mora y el fumus boni iuris, se lleve a cabo una ponderación de los intereses en juego ... a fin de conocer, por un lado, que el otorgamiento de la medida no causa daños a los intereses públicos y que, por otro lado, el solicitante puede sufrir perjuicios irreparables o difícilmente reparables. Si la colisión se plantea entre dos intereses públicos, como puede ocurrir en ocasiones... habrá que determinar además, cuál de esos intereses públicos en conflicto debe prevalecer. Caso de que, como es lo usual, y es también lo que ocurre en este litigio, la colisión se plantee entre un interés público y otro privado, prevalecerá aquél”; y dado que no se han razonado los perjuicios que puedan seguirse de la ejecución del acto administrativo sancionador, y mucho menos aportado un principio de prueba, debe denegarse la suspensión.

Por su parte, un Auto de 23 de febrero de 2000 (Ar. 3212) invoca el precedente Auto de 17 de enero de 2000, en orden a perfilar la doctrina aplicable a la adopción de medidas cautelares de carácter suspensivo, indudablemente extensiva a las sanciones pecuniarias, manteniendo que la suspensión está supeditada a que, por la cuantía de las sanciones y los perjuicios presumiblemente irrogables al demandante, pueda deducirse razonablemente que la ejecución del acto impugnado podría hacer perder su finalidad al recurso contencioso entablado; de suerte que “no basta con la mera alegación de la irreparabilidad del daño, o de las circunstancias especiales que puedan concurrir en la empresa actora, para que el beneficio haya de otorgarse; es preciso, por el contrario, que se suministre una prueba al menos indiciaria de dichas circunstancias (o que en todo caso se evidencien objetivamente, atendiendo, por ejemplo, a la cuantía de la multa en sí misma) como acertadamente opone el Abogado del Estado”.


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


El copago de las infraestructuras

En estos tiempos de crisis y de lucha contra el déficit público, se plantea vivamente la polémica del copago de los servicios públicos.

Se ha hablado bastante del copago sanitario, esto es, que deba abonarse una parte de los servicios médicos y hospitalarios, para ayudar a su financiación. El Presidente del Gobierno ha negado que vaya a aplicarse, aunque no sería la primera vez que decide y aplica una medida negada anteriormente.
Lo que sí se ha aplicado es el copago farmacéutico, de modo que una parte del coste de los medicamentos sea sufragado directamente, en función de sus condiciones, por el paciente.
Algunos discuten, en términos generales, el “copago” y afirman que es un “repago”, pues los servicios públicos ya se financian vía impuestos y otros tributos o exacciones públicas. Lo cierto, sin embargo, es que tenemos un déficit público cercano al 9% a pesar de los severos recortes practicados por doquier, por lo que es evidente que todas esas contribuciones no alcanzan a cubrir los costes de los servicios públicos y prestaciones públicas, incluyendo los intereses y gastos financieros.
De hecho, el “copago” es algo normal en muchos ámbitos. Así, recientemente, ante la subida del precio de los transportes públicos en la Comunidad de Madrid, se argumentaba por ésta, no sin cierta razón, que se trataba de mantener una financiación por los usuarios del entorno al 50%. Lo mismo (aunque no necesariamente en la misma proporción) sucede con las tasas universitarias, las entradas a los museos y un largo etcétera.
La lógica del “copago” deriva de que el coste del servicio público en cuestión no tiene porqué ser cubierto exclusivamente vía impuestos, pues en tal caso lo costean todos los españoles en función de su carga impositiva, sino que debe introducirse una participación superior en dicho coste de la persona que se beneficia del servicio de un modo especial. ¿Debemos todos costear al 100% el metro, aunque no lo usemos ni lo necesitemos, las carreteras, los hospitales o las universidades? Parece tener sentido que el beneficiario de los servicios participe en ese coste de modo especial. De hecho, esa es la lógica tradicional de la tasa, como figura tributaria, distinta del impuesto, en cuanto la tasa se fundamenta en un servicio que se refiere, afecta o beneficia al sujeto pasivo, mientras que el impuesto no atiende a un servicio que tenga una especial relación con el contribuyente, bastando su capacidad económica, real o a veces un tanto imaginaria.
El “copago” tiene también, como cualquier exacción, un efecto disuasorio de la actividad que la genera, en cuanto supone un coste o un incremento del coste. Claro está que ese efecto disuasorio dependerá de los elástica o rígida que sea la demanda, y en ocasiones tal efecto será contraproducente, pues la actividad en cuestión no supone puramente un coste sino también un beneficio social irrenunciable (no vamos a dejar morir a la gente en la puerta de los hospitales, espero).
Por supuesto, estos planteamientos tampoco significan que los usuarios costeen el 100% de los servicios públicos. Ya sea por un sentimiento de justicia o equidad (para que determinados servicios sean fácilmente accesibles por todos y no prohibitivos) e incluso por pura racionalidad económica o de otra índole, puede ser indeseable el copago en una proporción significativa, por no decir el pago completo, pues, por ejemplo, la utilización del transporte público reporta beneficios a la comunidad (por su menor impacto medioambiental y por la movilidad laboral que supone) y la educación universitaria accesible, aunque no gratuita, permite elevar la capacitación de la población, lo que es positivo para la economía (siempre que esa capacitación sea adecuada, lo que no sucede siempre).
Pues bien, en las infraestructuras, mientras que hay algunas en las que los usuarios ya abonan unas determinadas tarifas o billetes, que aun satisfechas al operador pueden, en una parte, repercutir en la financiación de la infraestructura misma, en cuanto el operador deba ingresar ciertas tasas a favor del gestor de las infraestructuras (p.ej. el transporte ferroviario, aéreo o marítimo), en las carreteras, fuera de las autopistas de peaje, el usuario se dice que no está sometido al “copago”.
En realidad, el transporte por carretera está sometido a tributación de forma intensa. Al adquirir el vehículo se abona un impuesto de circulación al Ayuntamiento (Impuesto Municipal de Vehículos de Tracción Mecánica) y un impuesto de matriculación al Estado. Aparte de la capacidad económica puesta de manifiesto en su adquisición (en realidad ya gravada por otros impuestos generales, como el IVA) tales impuestos se supone que compensan el uso de las vías por parte del vehículo. Eso sí, el problema de su exacción al tiempo de adquirirse el vehículo reside en que, por mor del principio de anualidad presupuestaria, las Administraciones Públicas se gastan su importe de forma inmediata, de manera que al año siguiente, y al otro y al otro, el vehículo sigue usando las vías públicas y el impuesto está ya pagado y gastado. Si todos los años se venden los mismos vehículos, o al menos más que el año anterior, el problema no se produce. Pero en esta situación, de bajada drástica de matriculaciones e incluso de venta de vehículos de segunda mano, esta fuente de ingresos se reduce sustancialmente. Pero las calles y carreteras siguen necesitando conservación. Claro está, que eso no es culpa del contribuyente sino de la Administración que se gastó (y muchas veces malgastó) los impuestos.
Además, los combustibles están sujetos a una fortísima imposición, a través de los impuestos especiales sobre los hidrocarburos. Nos quejamos del jeque árabe que vende el petróleo a precio de oro, pero en realidad por litro de gasolina o gasóleo, el Estado se lleva bastante más que el jeque.
¿No es eso suficiente? Parece que no. Salvo algunos casos excepcionales, las nuevas obras de infraestructura están paradas, e incluso la conservación deja muchísimo que desear. Así, la Asociación Española de la Carretera ha denunciado recientemente que hacen falta 5.500 millones de euros para volver las carreteras españolas a un estado de conservación adecuado y la Fundación CEA ha criticado, por su parte, que los presupuestos generales del Estado "marginan la renovación y conservación de señales verticales en las carreteras".
Se recupera así la idea de pago por el usuario, aunque luego sea desmentida. Por su parte, la Comunidad de Madrid se apuntó rápidamente a la idea, si bien no la ha acabado de concretar.
Porque ¿cómo puede llevarse a cabo este “co-pago” adicional? Por supuesto se podría hacer elevando las exacciones existentes, lo que no parece razonable. Los impuestos a la adquisición de vehículos no son muy eficaces en estos momentos de crisis y recesión. De otro lado, los impuestos especiales a los hidrocarburos ya son muy elevados y, además, acabarían repercutiendo en toda la población, a través de los precios del transporte.
De hecho, un problema del co-pago en este ámbito es la amplitud del uso de las carreteras, ya sea en vehículo propio o de transporte colectivo, o como adquirente de mercancías y otros bienes transportados por carretera. Al final, el transporte por carretera acaba beneficiándonos a todos.
Desde la Administración del Estado se ha sugerido la idea de las “viñetas” de algunos países europeos, esto es, unas pegatinas para llevar en el coche exigibles para transitar por las carreteras de determinado país. Por supuesto, esperemos que la Comunidad de Madrid, ni ninguna otra Comunidad, se le ocurra aplicar esa idea para sus carreteras, pues supondría un auténtico obstáculo práctico a la libre circulación. ¿Vacaciones en la Costa Brava? No se olvide de comprar la viñeta castellano-manchega, castellano-leonesa, aragonesa y catalana (desde Madrid). Una barbaridad.
Por supuesto se podría aplicar, con el necesario respaldo legal, en toda España (teniendo en cuenta que su coste debería, si somos justos, repartirse entre las distintas Administraciones). ¿Es práctico? ¿Sería suficiente?¿No supondría una doble imposición respecto de los impuestos de circulación, matriculación e hidrocarburos?
También se podría aplicar el peaje a determinadas vías, especialmente autovías. Tanto si son gestionadas directamente por la Administración como, sobre todo, si, como sucede con las autopistas de peaje, se confiere su explotación y conservación a un concesionario. Aquí el concesionario no habría construido la obra, pero tendría la explotación y conservación de una obra, y podría legalmente también cobrar una tarifa a los usuarios (aunque se supone que debería ser menor, en cuanto iría dirigida a compensar la conservación, no la ejecución de la obra), todo ello de conformidad con la Ley de Carreteras (arts. 13, 14 y 16) y el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público (arts. 275 y 281). Por tanto, aun cuando no parezca que deba convertirse en regla general la explotación de carreteras de peaje, no queda legalmente limitada a aquellas que tienen la condición de autopistas. No obstante, para una opinión, no sería lícito exigir peaje cuando no exista vía alternativa, pues se violaría la libertad de circulación interior que recogen los arts. 19 y 139 de la Constitución, pero este principio no es claro y, aunque en algunos países la imposición de peaje ha motivado protestas (p.ej. huelga de camioneros en Brasil), en otros países (como Chile) es aceptado que la única vía para un determinado itinerario sea de peaje. La libre circulación no tiene porqué ser necesariamente gratuita, como no lo es, desde luego, el traslado de las islas a la península y viceversa, ni lo es, en la propia península, el traslado en transporte público.
También existe el llamado “peaje sombra”, en el que la Administración abona al concesionario una tarifa en función del uso, sistema aplicado ya en otros países, y que en España fue llevado a la práctica, por vez primera, en la Comunidad de Madrid (en la M-45), al amparo del artículo 4 de la Ley 11/1997, de 28 de abril, que introdujo un nuevo artículo 25 bis en la Ley de Carreteras de la Comunidad de Madrid. Pero, claro, este sistema no proporciona recursos a la Administración, salvo quizá si se combina con el sistema de viñetas (de forma que las viñetas sean necesarias para circular, precisamente, por las vías sujetas al peaje “sombra”).
Tanto el peaje ordinario como en el “peaje sombra” sólo son razonablemente aplicables a la realización y/o conservación de infraestructuras que sean rentables para la iniciativa privada, pero, por otro lado, presentan la ventaja de que el mejor estado de la vía lleva a un mayor uso (y, por ende, el cobro de las correspondientes tarifas), por lo que se fomenta de manera indirecta la calidad de la construcción y/o su adecuada conservación. En el primero y también en el segundo unido a un sistema de viñetas el coste es soportado de manera especial por los usuarios (que es lo que parece se pretende) y no por todos los contribuyentes, usen o no la infraestructura correspondiente. Con el sistema de peaje sombra más viñetas, además, se evitaría el efecto disuasorio del cobro del peaje de manera puntual, pues la viñeta se supone que cubriría el uso de diversas vías y por un periodo de tiempo más o menos largo (sin perjuicio de viñetas de periodos temporales menores, especialmente para turistas).
Otra cosa es si el sistema de inspección y recaudación de estas viñetas sería suficientemente eficaz.
En fin, veremos qué resuelven finalmente, en estos tiempos revueltos, en los que no vale mucho lo que se proclama un día, pues al siguiente puede ser imperativo hacer lo contrario, o eso dicen.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

Eficiencia y coste de la Administración

 


Decía Azaña que "Es de interés primordial para los españoles que el Estado acapare (en lo posible) los mejores ingenieros, los mejores médicos, los mejores letrados, disputándoselos a la industria privada y a las profesiones libres. Abaratar la Administración no es criterio admisible, porque mientras siga siendo defectuosa e incapaz, por poco que cueste, será muy cara" (Grandeza y servidumbre de los funcionarios, Obras Completas, tomo I, pág. 468).

Puede parecer un poco contracorriente este aserto en estos días de austeridad y recorte de gasto público, pero no debemos perder de vista que el gasto de personal de la Administración no es un capítulo susceptible de sucesivos recortes, infinitos recortes, con alguna que otra protesta y huelga y sin merma de eficiencia. ¿O acaso damos por sentado que los empleados públicos son todos unos holgazanes y cuanto menos se les pague mejor? ¿O incluso, en una interpretación ultraliberal, que todos los funcionarios sobran?

Por supuesto que es precisa la austeridad, máxime en estos tiempos, y también la solidaridad (pues en el sector privado la crisis no se manifiesta en recortes sino en despidos, cierre de empresas o reducciones en proporciones mucho mayores que en la Administración), pero no debemos perder de vista que una Administración eficaz (no necesariamente sobredimensionada) es necesaria para disfrutar de una sociedad justa y una economía próspera. Y para la eficacia de la Administración, para contar con buenos profesionales en la misma, no son irrelevantes sus condiciones económicas y de otro tipo.

La pérdida del beneficio industrial y la presunción de lucro cesante

En principio, conforme al artículo 1106 del Código Civil, “la indemnización de daños y perjuicios comprende no sólo el valor de la pérdida que hayan sufrido [el llamado daño emergente] sino también el de la ganancia que haya dejado de obtener el acreedor [lucro cesante]...” (Cfr. STS 30-12-1983, Ar. 6843; y 25-6-2002, Ar. 7626).


Pero frente a esta declaración general enseguida se suele advertir que no bastan beneficios o ganancias más o menos hipotéticos sino que han de ser probados.

Así sucede tanto en el ámbito civil como en el administrativo, ya se trata de responsabilidad contractual o extracontractual.

En esta línea, en la contratación pública, tiene declarado el Tribunal Supremo (STS 14-12-1993), que la indemnización sólo procede si se producen daños o perjuicios y media una relación de causalidad con el incumplimiento de la Administración, “porque la indemnización de perjuicios no es una consecuencia ineludiblemente lógica del incumplimiento de los contratos, sino de la demostración plena y efectiva de que los perjuicios se hayan causado por acción u omisión de la Administración, sin que sean admisibles en esta materia hipótesis y presunciones más o menos racionales de que pudieron causarse, ni haya existido actitud negligente del contratista”, de suerte que es necesario que el contratista acredite de forma real y concreta los daños y perjuicios que el incumplimiento de la Administración ha ocasionado (STS 6-3-1989 y STS 20-12-2005), sin que baste un hipotético lucro dejado de obtener (STS 2-1-1995). En este mismo sentido, el Dictamen del Consejo de Estado nº 224/1992, de 14 de mayo, estima que los daños y perjuicios tienen que ser objeto de cumplida prueba por el contratista. En todo caso, como significa el Dictamen del Consejo de Estado nº 45451, de 1 de diciembre de 1983, para que el contratista sea acreedor de la indemnización de daños y perjuicios, debe acreditarse también que no concurre por su parte consentimiento con la situación creada.

Igualmente, por lo que se refiere a la responsabilidad patrimonial de la Administración se dice que, conforme a la regla general del artículo 1106 CC, debe resarcirse tanto el daño emergente como el lucro cesante se encuadran dentro de este concepto (STS 18-10-1993, 8-11-1995, 12-5-1997 y 4-10-1997), siendo, desde luego, indemnizable el daño que habrá de ocurrir en el porvenir pero cuya producción sea indudable y necesaria (STS 2-1-1990). Por el contrario, el requisito del carácter efectivo del daño excluye la indemnización de los potenciales, hipotéticos o meramente posibles. Así, como subrayan las Sentencias de 10 de enero y 24 de octubre de 1990, "sin que pueda derivarse la misma en lo relativo a ganancias dejadas de percibir, de supuestos meramente posibles, pero de resultados inseguros y desprovistos de certidumbre" (STS 19-10-1990, 2-7-1994, y 22-1-1997).

Como expone la Sentencia de 27 de septiembre de 1985,
"si bien ... la indemnización debe abarcar tanto el daño emergente como el lucro cesante, es lo cierto que no puede computarse como lucro cesante a efectos indemnizatorios el beneficio que se pensaba obtener de una actividad ilícita, aunque haya mediado autorización administrativa [o licencia] para tal actividad, posteriormente anulada, y ello por dos razones, primera, porque tal beneficio es antijurídico, por derivar de una actividad no permitida por la Ley y en consecuencia el sujeto está obligado a acatar tal prohibición, y en definitiva la privación de tal beneficio no es imputable a la actividad administrativa, sino al mandato de la Ley, y segunda, porque el reconocimiento de tal lucro cesante supondría la consolidación a favor del sujeto del efecto económico-material de una actividad cuya ilicitud, en cuanto deriva de norma de carácter general, debió conocer de antemano, sin que este planteamiento resulte afectado por al deficiente actuación administrativa".
Pues bien, en el orden civil, la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de mayo de 2012 (Recurso núm. 1319/2009) nos aclara que “En ocasiones el "lucro cesante" no necesita ser probado porque claramente se desprende del incumplimiento y consiguiente frustración del contrato. Así ocurre en los contratos de ejecución de obra en los cuales quien se compromete a ejecutarla lo hace a cambio de un precio en el que se incluye un justo beneficio llamado a retribuir adecuadamente su actuación profesional; beneficio que lógicamente deja de percibirse si la obra no llega a ejecutarse. Puede citarse al respecto la norma del artículo 1594 del Código Civil , referida al "desistimiento" del dueño de la obra, que obliga a indemnizar al contratista, entre otros conceptos, por la "utilidad" que pudiera obtener de ella que, según ha declarado esta Sala, se refiere a toda la obra y no solo a la parte realizada (sentencias 10 marzo 1979 y 15 diciembre 1981) incluido el beneficio industrial que el contratista confiaba obtener y que deberá calcularse también sobre la totalidad de la obra proyectada ( sentencias de 13 mayo 1983 y 20 febrero 1993)”.

Añade luego, la propia Sentencia, que “La sentencia núm. 366/2010, de 15 junio (Recurso de Casación núm. 804/2006 ), con cita de otras anteriores, viene a admitir el nacimiento del deber de indemnizar por el simple incumplimiento en los supuestos en que este último determina por sí mismo un daño o perjuicio, una frustración en la economía de la parte, en su interés material o moral, lo que ocurre cuando su existencia se deduce necesariamente del incumplimiento o se trata de daños patentes; y añade, para resaltar su carácter excepcional, que «de esta jurisprudencia se deduce que el principio "res ipsa loquitur" [la cosa habla por sí misma] alegado por la parte recurrente y la consideración de un perjuicio "in re ipsa" [en la cosa misma] no son aplicables a todo incumplimiento, sino solamente a aquel que evidencia por sí mismo la existencia del daño». En igual sentido cabe citar la sentencia de 17 marzo 2003 (Recurso 2345/1997).

Sentado lo anterior, y admitida por ello en el caso la existencia de "lucro cesante" que ha perjudicado a la entidad demandante, procede la estimación del recurso de casación por dicho motivo ya que se ha infringido, en concreto, lo dispuesto por el artículo 1106 del Código Civil que extiende la indemnización de daños y perjuicios a "la ganancia que haya dejado de obtener el acreedor".

Al entrar a conocer sobre el fondo de dicha reclamación, esta Sala coincide con la Audiencia en la falta de prueba acerca de la realidad de los importes que han sido reclamados, por lo que se ha de proceder a una justa ponderación que, para estos casos, fija la jurisprudencia en el quince por ciento del importe presupuestado y no ejecutado por culpa de la parte contraria, que se considera como "beneficio industrial" dejado de obtener ( sentencias de 22 noviembre 1974 , 10 marzo 1979, 13 mayo 1983 y 13 mayo 1993)”. Hagamos notar por lo demás, que en lo contencioso-administrativo el Tribunal Supremo fija el beneficio industrial en un 6% (Cfr. SSTS de 4 de junio de 2008 y 6 de mayo de 2008), en aplicación de normas de la contratación pública que lo fijan en ese porcentaje (art. 222.4 LCSP y 171 RGCAP), como si las empresas tuvieran distintos márgenes de beneficio según el orden jurisdiccional.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


martes, 6 de marzo de 2012

El Urbanismo en Estados Unidos

 


No se trata de menospreciar nuestro ordenamiento, que en algunos aspectos es bastante bueno (más en la teoría que en la práctica) ni de copiar acríticamente lo que se haga en otros sitios. Pero sí creo que es oportuno mirar afuera, ver qué se hace en otros países desarrollados, en esta u otras materias.

Pues bien, Estados Unidos es un ejemplo llamativo. Aunque a veces nos empañe la vista el antiamericanismo que el imperialismo provoca como reacción, Estados Unidos es un Estado de Derecho democrático con muchos años a cuestas y cuenta con una economía y una sociedad muy vivas.

A su vez, se trata de una nación muy plural, en particular en esta materia. Nos quejamos muchos que en España la Sentencia del Tribunal Constitucional 61/1997 limitó la normativa común en la materia de forma excesiva (aunque acaso fue la Constitución misma, así como los Estatutos que con aquella forman el bloque de constitucionalidad). Pero en Estados Unidos el urbanismo depende casi enteramente de cada Estado (si bien, con todo, los Estados se copian entre sí a menudo, como sucede con nuestras Comunidades Autónomas) e incluso (lo que es más diferente de nuestro sistema) de los distintos municipios, con el caso extremo de Houston en donde, tras tres referéndums en la materia, la gente se ha negado a adoptar normas urbanísticas en la ciudad.

Con la famosa excepción de la ciudad tejana, generalmente los norteamericanos tienen, como nosotros, planes urbanísticos, con distintos usos, distancias y edificabilidades (Floor Area Ratio o FAR), si bien su sistema de planeamiento es más sencillo (e incluso en algunos Estados se admiten cambios de ordenación sin modificar el llamado Master Plan) y, sobre todo, la Administración goza de una mayor discrecionalidad en su aplicación.

Así, frente al carácter reglado de la licencia urbanística y la prohibición de reservas de dispensación en España, los norteamericanos no solo admiten licencias regladas (as-of-right permits) sino también licencias discrecionales más allá de los usos permitidos o incluso aceptando usos prohibidos excepcionalmente (special uses permits) y las propias dispensas (variances) cuando la ordenación urbanística causa un especial perjuicio al interesado (en lugar de reclamar responsabilidad patrimonial), dispensas que legalmente están muy limitadas pero que en la práctica son muy abundantes. También practican sin problema el Convenio Urbanístico de planeamiento (Development Agreement) que en Madrid nos tienen prohibido. Son mucho más tolerantes con las situaciones de fuera de ordenación (grandfathered o nonconforming). Y tienen instrumentos curiosos como las Floating zones, una previsión del plan urbanístico para un área todavía por concretar. A través de un Concept Plan se concreta sin todavía mucho detalle en un área que cumpla sus requisitos (landing), y luego se especifica más aún mediante un Site Plan.

Contrasta con nuestra rigideces muchas veces absurdas como prohibir las oficinas más arriba de la primera planta o impedir que se abra una oficina abierta al público en un parque empresarial salvo que la oficina ocupe todo el edificio.

Por otro lado, se nota que son una vieja democracia y que se preocupan de que la democracia y la participación ciudadana funcionen. En lugar de una "información pública" previa publicación en un boletín oficial que da lugar a unas alegaciones por escrito, se convoca una audiencia pública (hearing) no solo con anuncios en prensa sino incluso con notificaciones individuales a los interesados y con carteles en las propiedades afectadas por el expediente.

Por lo demás, no debemos confundir libertad con abuso: está prohibido el spot zoning, es decir, la ordenación para un determinado lugar que lo aparta y singulariza de su entorno.

A lo largo del siglo XX su Urbanismo fue mayoritariamente euclidiano (que nada tiene que ver con el matemático griego sino con Euclide, municipio pionero en esta materia), con zonas distintas para diferentes usos, lo que ha dado lugar a la ciudad dispersa y a la civilización del automóvil y los conmuters (personas que van al trabajo en coche desde zonas distantes). Pero este planteamiento inicial ha ido siendo superado a favor de usos mixtos.

A su vez, el Urbanismo como Derecho administrativo es completado con acuerdos privados en forma de private convenants and restrictions, esto es, por conjuntos de limitaciones del dominio y servidumbres de carácter privado constituidas por el promotor, lo que en España no es frecuente fuera de la propiedad horizontal y las urbanizaciones privadas.

¿Es un ejemplo a seguir? Al menos a tener en cuenta porque nuestro sistema es claramente perfectible, ofreciendo al mismo tiempo rigideces y malas prácticas.