sábado, 16 de marzo de 2013

Control político y privatización de las televisiones públicas

 


1. INTRODUCCIÓN.

El Consejo de Ministros del viernes 20 de abril de 2012 ha tomado dos importantes decisiones en relación con el control político y la posible privatización de las televisiones públicas, en un entorno en el que se discute la objetividad de estas cadenas y el excesivo gasto que conllevan. Dos decisiones que, en cierta medida, resultan contradictorias, ya que por un lado se garantiza el control de la televisión pública estatal por el Gobierno y por otro se permite privatizar las televisiones autonómicas.

2. ANTECEDENTES.

Por supuesto, es difícil pretender una objetividad absoluta en los medios de comunicación. No ya sólo por las opiniones que, junto a la propia información, son propias de tales medios, sino también porque la pura información, incluso veraz, puede ser objeto de sesgos partidistas, ofreciendo un exceso de información positiva de lo que interesa, y negativa de lo que se trata de criticar. El problema es más importante en los medios públicos, financiados por todos y teóricamente representativos del conjunto de la sociedad, y, al mismo tiempo, dependientes del Gobierno de turno, que corre el riesgo de pretender incidir en el contenido informativo del medio de comunicación de forma más favorable a su Partido. En ocasiones, incluso, una exigencia de pretendida objetividad (a través de consejos audiovisuales u organismos similares) puede obligar a imprimir el sesgo “políticamente correcto”, frente a la libertad de expresión y comunicación (que, por supuesto, tiene sus límites, que han de ser respetados).

Un importante medio para “objetivizar” en la medida de lo posible la gestión de una cadena pública es lograr el consenso en la persona que ostente la superior dirección ejecutiva. Basta comparar el régimen de Telemadrid con el de TVE, anterior al Decreto-ley, que si bien puede no ser perfecto sí ha supuesto un paso adelante en su neutralidad (aunque no se haya conseguido plenamente).

Así, en Telemadrid, de acuerdo con la Ley 13/1984, de 30 de junio, de creación, organización y control parlamentario del Ente público de Radio-Televisión Madrid, existe un Consejo de Administración nombrado por la Asamblea de Madrid, “reflejando la proporcionalidad del reparto de escaños en la misma”, es decir, que se traslada al Consejo de Administración la representación política, con un criticable mandato de cada grupo parlamentario, que puede disponer el cese o sustitución de sus representantes. La Presidencia es puramente funcional y rotaria, y el verdadero poder lo ejerce un Director General nombrado por el Consejo de Gobierno (arts. 6 y 8).

En cambio, para RTVE, la Ley 17/2006, de 5 junio, prevé la elección del Consejo de Administración por las Cortes Generales “entre personas de reconocida cualificación y experiencia profesional”, sin cuotas de partidos, y la de su Presidente por el Congreso de los Diputados por mayoría de 2/3. Nos parece, evidentemente, un mejor sistema. Acaso no perfecto, pero tiene como objetivo claro buscar que el primer ejecutivo de la televisión pública lo sea por consenso parlamentario, al menos por mayoría de 2/3, mayoría a la que no suele alcanzar por sí mismo el partido en el Gobierno. Además, la falta de cuotas y la búsqueda de independencia en los demás miembros del Consejo es también positiva. Pero este régimen, como veremos, ha sido retocado para permitir que la mayoría parlamentaria, por si sola y a falta de acuerdo, nombre a quien ejerza la Presidencia.

Por otro lado, se plantea la privatización de las televisiones públicas. Consideraciones similares llevaron, en su día, a la privatización de la prensa pública (los llamados Medios de Comunicación Social del Estado, procedentes de la Prensa del Movimiento). En el ámbito de la radio, se siguen manteniendo emisoras públicas, si bien generalmente su difusión no es tan relevante como la de las televisiones públicas.

En cuanto a la privatización, en la Comunidad de Madrid, tanto Alberto Ruiz-Gallardón como Esperanza Aguirre han manifestado su voluntad de privatizar Telemadrid, pero su imposibilidad de hacerlo por la ley estatal. Es cierto que la Ley de terceros canales de 1983 prohibía su gestión por terceros, de forma que tenía que gestionarse por las propias Comunidades Autónomas o sus organismos (aunque también podía haberse impulsado su reforma). Pero no es menos cierto que la vigente Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de Comunicación, ya no contiene esa limitación. El servicio público de televisión pública podría prestarse indirectamente por una entidad, previo el oportuno concurso. Otra opción sería la total privatización de Telemadrid, como empresa que podría seguir accediendo a la difusión de la televisión gracias a la amplitud de frecuencias y licencias posibles con la TDT, pero sin constituir ya televisión pública.

3. LA MODIFICACIÓN DEL RÉGIMEN DE NOMBRAMIENTO DEL PRESIDENTE DE RTVE.

Pues bien, en relación con TVE, o mejor dicho la Corporación RTVE, se aprueba el Real Decreto-ley 15/2012, de 20 de abril, de modificación del régimen de administración de la Corporación RTVE, previsto en la Ley 17/2006, de 5 de junio.

Ante todo, puede ser censurable el uso reiterado y excesivo del instrumento del Real Decreto-ley, limitado por la Constitución a casos de extrema y urgente necesidad (art. 86). Que los puestos de Presidente o de ciertos consejeros puedan quedar vacantes por falta de consenso parlamentario durante meses no parece una extrema urgencia como para no esperar a la tramitación de una ley por el procedimiento de urgencia. La duración de esa situación a resolver es, sin duda, fundamento para que las cosas cambien, pero no se ve que sea tan necesario que cambien de un día para otro, máxime, precisamente, habida cuenta del tiempo transcurrido en esa situación.

Pues bien, la modificación más importante del Decreto-ley consiste en que, si no se logra el consenso parlamentario en unas breves 24 horas, bastará la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados para la designación de los consejeros y del Presidente.

Así, el apartado 3 del artículo 11 de la Ley 17/2006 queda redactado del siguiente modo:
“Los candidatos propuestos deberán comparecer previamente en audiencia pública en el Congreso y el Senado, en la forma que reglamentariamente se determine, con el fin de que ambas Cámaras puedan informarse de su idoneidad para el cargo. Su elección requerirá una mayoría de dos tercios de la Cámara correspondiente. Si transcurridas veinticuatro horas desde la primera votación en cada Cámara, no se alcanzare la mayoría de dos tercios, ambas Cámaras elegirán por mayoría absoluta a los miembros del Consejo de Administración de la Corporación RTVE…”.
Y el apartado 4 del artículo 11 queda redactado del siguiente modo:
“El Congreso de los Diputados designará, de entre los nueve consejeros electos, al que desempeñará el cargo de Presidente de la Corporación RTVE y del Consejo. Tal designación requerirá una mayoría de dos tercios de la Cámara. Si transcurridas veinticuatro horas desde la primera votación no se alcanzare la mayoría de dos tercios, el Congreso de los Diputados designará por mayoría absoluta al Presidente de la Corporación RTVE y del Consejo
El plazo de 24 horas parece muy corto y no induce en modo alguno a llegar al consenso, más bien a esperar que pase el día sin ningún intento serio de acuerdo. A pesar de ello, el preámbulo del Decreto-ley nos dice que “Las modificaciones que se llevan a cabo mediante el presente Real Decreto-ley garantizan la independencia de la radio y televisión pública que proclama la Ley 17/2006, al mantener la posibilidad de que exista un consenso político en la elección de los miembros del Consejo de Administración y del Presidente de la Corporación RTVE”. Pero mantener una posibilidad teórica no es conseguir su objetivo.

Quizá, dado que el consenso no es posible y que los partidos de la oposición (e incluso ahora el Gobierno) nunca están contentos con la objetividad de TVE, fuera mejor su privatización. Pero no se prevé la privatización de las televisiones públicas estatales, a diferencia de las autonómicas, que ahora pasamos a examinar.

4. LA POSIBLE PRIVATIZACIÓN DE LAS TELEVISIONES AUTONÓMICAS.

Por lo que se refiere a las televisiones autonómicas, el Consejo de Ministros del 20 de abril de 2012 ha aprobado un proyecto de ley de modificación de la Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de la Comunicación Audiovisual, para flexibilizar los modos de gestión de los canales públicos de televisión autonómica, que se remite a las Cortes Generales para su enmienda y aprobación si procede (que procederá dada la mayoría parlamentaria del partido en el Gobierno).

Se establece, por fin, de manera expresa que las Comunidades Autónomas no solo podrán prestar el servicio de la televisión directa o indirectamente, a través de una concesión o de otras modalidades sino también optar por no prestarlo ni intervenir de manera especial en ningún modo y otorgar las correspondientes licencias, incluso en el caso de Comunidades que ya tuviesen una televisión.

Si las CCAA deciden prestar el servicio público de comunicación audiovisual, se establecen las siguientes alternativas de gestión:

(a) Gestión directa, permitiéndose además la cesión total o parcial a terceros de la producción y edición de toda su programación, incluidos los servicios informativos (situación de algunas televisiones autonómicas, que había sido puesta en tela de juicio al amparo de la normativa anterior y que, sinceramente, me parece una vía alternativa de la gestión indirecta, que no tiene mucho sentido cuando ésta se admite claramente, ni quedan claros los procedimientos y garantías de dicha cesión, que puede ser incluso total).

(b) Gestión indirecta, básicamente a través de una concesión previo concurso pero que también podría instrumentarse mediante una sociedad de economía mixta (con capital público y privado, con elección igualmente mediante concurso del socio privado) o a través de un concierto con una entidad que venga prestando un servicio de televisión.

(c) Otras modalidades de colaboración público-privada. No queda claro a qué modalidades se hace referencia. No parece fácilmente aplicable aquí el contrato de colaboración público-privada de la normativa de contratos del sector público, referente a actuaciones complejas.

Si, por el contrario, las CCAA deciden no prestar el servicio público de comunicación audiovisual, podrán convocar los correspondientes concursos para la adjudicación de licencias privadas. En tal caso, entiendo que se trataría de licencias de ámbito autonómico con el mismo régimen que las demás de dicho ámbito. Además, como hemos avanzado, las Comunidades Autónomas que ya estuvieran prestando el servicio público de televisión podrán transformar la habilitación de servicio público en licencia y transferirlo a un tercero (en cuyo caso, aunque no lo diga la Ley, parece lógica una subrogación en los medios materiales y personales por parte del titular de la licencia).

Asimismo, se prevé que los prestadores de servicio público de ámbito autonómico establezcan acuerdos para la producción, edición y emisión conjunta de contenidos con el objeto de mejorar la eficiencia de su actividad.

Finalmente, con el objeto de garantizar que los prestadores públicos autonómicos ajusten su actividad al marco de estabilidad presupuestaria, se imponen a las televisiones públicas autonómicas una serie de obligaciones de carácter financiero, incluyendo, desde luego, la fijación de un límite máximo de gasto anual que no podrá rebasarse, con unos sistemas de control de las propias CCAA que permitan la adecuada supervisión financiera de sus televisiones públicas.

Aun cuando el régimen es un tanto abierto y difuso, creo que la reforma en relación con las televisiones autonómicas es positiva, y quizá habría que plantearse su aplicación a la televisión estatal, dada la falta de consenso en lograr su objetividad (sin entrar, por supuesto, en si esa ausencia de acuerdo es imputable a tirios o troyanos).


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


Validez de la fecha de Correos online para la presentación de escritos ante la Administración

 


La Sentencia del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo nº 5 de Madrid, de 6 de junio de 2012, admite la validez de la fecha de presentación de un escrito a través de Correos online, una herramienta de Correos.

La fundamentación jurídica de la resolución del Juzgado parte del artículo 38 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, que permite la presentación de escritos dirigidos a la Administración a través de Correos, lo que, en principio, remite a las condiciones del Real Decreto 1829/1999, con el tradicionalmente denominado correo certificado administrativo, esto es, un correo certificado en sobre abierto, para ser sellado, y una copia para que, igualmente, sea sellada.

La Sentencia añade que "no obstante, Correos ha establecido un procedimiento para la presentación virtual de los envíos y certificados a través de su oficina virtual, de tal suerte que el recurrente puede adjuntar el escrito a la solicitud, pagando la tasa correspondiente (mediante tarjeta de crédito/paypal), y recibida la confirmación del pago Correos deposita el envío en el Centro de Admisión Masiva, procediéndose por dicho centro a la lectura digital del código de barras del envío, y a partir de ese momento son admitidos en la red postal, momento en el cual adquieren la condición de envíos postales". Todo ello en consonancia con el artículo 6 de la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los ciudadanos a la Administración.

Nótese que la fecha que tiene en cuenta el Juzgado, pues, no es la de recepción del escrito en el Ayuntamiento ni tampoco aquella en que Correos procede a la admisión en la red, sino aquella otra primera en la que el ciudadano envía el escrito y paga el precio correspondiente, no pudiendo perjudicarle la demora posterior de Correos.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


El control de los actos políticos, el indulto y la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de febrero de 2013

 

1.- Antecedentes.


El artículo 2 b) de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, recogiendo la doctrina del Consejo de Estado francés, excluyó del conocimiento del orden jurisdiccional contencioso-administrativo las cuestiones que se suscitasen en relación con los actos políticos del Gobierno, sin perjuicio de las indemnizaciones que fueran procedentes, cuya determinación sí correspondería a este orden jurisdiccional. Señalaba así su exposición de motivos que los actos políticos «no constituyen una especie del género de los actos discrecionales, caracterizada por un grado máximo de discrecionalidad, sino actos esencialmente distintos, por ser una la función administrativa y otra la función política, confiada únicamente a los supremos órganos estatales».

Ante las numerosas críticas que este precepto había recibido, en la preparación de la vigente Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1998, se barajaron diversas posibles opciones, desde el silencio de la ley sobre los actos políticos hasta la definición de éstos. La opción finalmente elegida es incomprensible si no se conocen los antecedentes del precepto. La LJCA/1998, en su artículo 2 a), confiere al orden jurisdiccional contencioso-administrativo el conocimiento de las cuestiones que se susciten en relación con «la protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos».

Este precepto no puede ser interpretado «a sensu contrario», puesto que el orden contencioso-administrativo también es competente para conocer de otros supuestos en que se impugnen actos del Gobierno, aunque no se vulneren derechos fundamentales y el acto sea discrecional (dentro de los límites del control de la discrecionalidad). No cabe pensar que, dada la consideración del «Gobierno y la Administración como instituciones públicas constitucionalmente diferenciadas» (exposición de motivos de la LRJ-PAC), los actos del Gobierno no sean susceptibles de control por el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, por considerar que el Gobierno no sería Administración, que es la sometida a la fiscalización de este orden jurisdiccional (arts. 9 LOPJ y 1 LJCA), de suerte que todos los actos del Gobierno no incluidos en el precepto objeto de comentario estarían excluidos de recurso contencioso-administrativo. Ello sería absurdo, pero ciertamente la vigente LJCA, literalmente, parece decir eso mismo. Lo que sucede es que, en principio, el orden jurisdiccional contencioso-administrativo no puede invalidar decisiones políticas del Gobierno (lo que se supone implícito en el art. 1.1) pero sí es competente, aunque se trate de actos políticos, en los casos contemplados por el vigente artículo 2 a).

Lo absurdo de la redacción vigente pretende justificarse en la exposición de motivos de la Ley con una tesis radical y no amparada ni por la doctrina mayoritaria ni por la jurisprudencia de los Tribunales Constitucional y Supremo. En efecto, pretende la citada exposición que el concepto de acto político resulta inadmisible en un Estado de Derecho, y, por si alguna duda pudiera caber al respecto, se señala, en términos positivos, una serie de aspectos sobre los que en todo caso será siempre posible el control judicial. Pero esta afirmación es discutible, como examinaremos a continuación. Por ahora basta indicar que no es España el único Estado de Derecho en que se admite la categoría de los actos políticos, con mayor o menor extensión.

2.- Qué son los actos políticos.

En principio, los actos políticos del Gobierno son los que este puede dictar no como órgano administrativo sino como órgano constitucional al que, según el artículo 97 CE, le corresponde la dirección política del Estado, en contraposición a la función ejecutiva y la potestad reglamentaria que le corresponden como órgano superior de la Administración del Estado, toda vez que cuando el Gobierno actúa como órgano político o constitucional no forma parte de la Administración. Así, la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de julio de 1991 (RJ 1991, 7553), se refiere a «la función política que, por imperativo constitucional, reflejado en el artículo 97 de la Constitución, compete a ese órgano estatal en su dimensión de órgano constitucional, y ajena por tanto a su posible actuación como supremo órgano de la Administración».

Por ello, de determinadas actuaciones del Gobierno, referidas fundamentalmente a relaciones entre poderes del Estado y relaciones internacionales, se predica su carácter político y su sujeción a otros controles, como la responsabilidad política que puede exigir el Parlamento o los conflictos constitucionales de que conoce el Tribunal Constitucional.

GARRIDO FALLA cita, como posibles supuestos de acto político, la iniciativa legislativa (art. 87 CE), la dirección política interior y exterior del Estado (art. 97 CE), las relaciones con las Cortes (arts. 110-112 CE) y su disolución (art. 115 CE), la elaboración de los presupuestos generales del Estado (art. 134 CE), la emisión de deuda pública (art. 135 CE), la intervención en la designación del Fiscal General del Estado (art. 124.4 CE) y de los miembros del Tribunal Constitucional (art. 159.1 CE), la fiscalización extraordinaria de las Comunidades Autónomas (art. 155 CE) y la iniciativa de reforma constitucional (art. 166 CE).

Según la Sentencia del Tribunal Constitucional de 15 de marzo de 1990 (RTC 1990, 45), cuyo ponente fue el Excmo. Sr. LEGUINA VILLA,

«no toda actuación del gobierno, cuyas funciones se enuncian en el artículo 97 del Texto Constitucional, está sujeta al Derecho administrativo. Es indudable, por ejemplo, que no lo está, en general, la que se refiere a las relaciones con otros órganos constitucionales, como la decisión de enviar a las Cortes un proyecto de ley u otros semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple también la función de dirección política que le atribuye el mencionado artículo 97 CE. A este género de actuaciones del Gobierno, diferentes de la actuación administrativa sometida a control judicial, pertenecen las decisiones que otorgan prioridad a una u otras parcelas de la acción que le corresponde, salvo que tal prioridad resulte obligada en ejecución de lo dispuesto por las leyes».

Por su parte, la Sentencia 196/90, de 29 de noviembre de 1990 (RTC 1990, 196), del propio Tribunal Constitucional y con el mismo ponente, estima que «merecen la calificación de «actos políticos», única y exclusivamente, los actos de relación entre órganos constitucionales y los relativos a la participación internacional del Estado». Confirma esta tesis la STC de 26 de noviembre de 1992 (RTC 1992, 204).

La jurisprudencia se ha centrado, fundamentalmente, en los supuestos de relaciones entre los poderes del Estado, como la denegación de la solicitud de ejercicio de la iniciativa legislativa o el ejercicio de ésta (STS 13 marzo 1990 [RJ 1990, 1938]; 25 octubre 1990 [RJ 1990, 7972]; y 10 diciembre 1991 [RJ 1991, 9254]) o la designación del Fiscal General del Estado (STS 28 junio 1994 [RJ 1994, 5050]). Sin embargo, el Tribunal Supremo ha apreciado la existencia de actos políticos en otros casos, tales como la resolución sobre la solicitud de actualización de rentas prevista en la Ley de Arrendamientos Urbanos (STS 6 noviembre 1984 [RJ 1984, 5758]) matizada por las posteriores de 11 mayo 2000 [RJ 2000, 7081] y 29 mayo 2000 [RJ 2000, 6551]), la denegación de la convocatoria de plazas en la función pública (STS 2 octubre 1987 [RJ 1987, 6688]), la determinación del salario mínimo interprofesional (STS 24 julio 1991 [RJ 1991, 7553]) o el ejercicio de la potestad reglamentaria por el Gobierno (STS 26 febrero 1993 [RJ 1993, 1431]). Pero ha rechazado como actos excluidos de control jurisdiccional diversos supuestos contemplados por la preconstitucional LJCA/1956 en su artículo 2 b) (STS 3 enero 1979 [RJ 1979, 7]; 28 noviembre 1980 [RJ 1980, 4841]; 3 marzo 1986 [RJ 1986, 2305]; 25 junio 1986 [RJ 1986, 3778]; y 6 julio 1987 [RJ 1987, 3228]).

3.- Control de los actos políticos.

En principio, tras la Constitución, el Tribunal Supremo mantuvo la exclusión del artículo 2 LJCA con los requisitos anteriormente señalados por la jurisprudencia anterior: que se trate realmente de un acto político por su naturaleza, carácter y finalidad (entendiendo que la función política se ha de circunscribir a los actos de relación internacional y los actos constitucionales entre los poderes públicos), y que derive del Gobierno en su unidad conjunta y no de otro órgano individual o colectivo (Cfr. STS 26 abril 1980 [RJ 1980, 2658], y 3 marzo 1986 [RJ 1986, 2305]). El Tribunal Supremo, mediante auto, inadmitió un recurso contra el envío de tropas al Golfo Pérsico, ante la invasión de Kuwait por Irak, aunque el acto había sido adoptado por una Comisión Delegada del Gobierno, por entender que se trataba de un acto dictado por delegación, que se entiende dictado por el delegante (como establece el actual art. 13.4 LRJ-PAC), pero, a pesar de su nombre, no parece que las Comisiones Delegadas se limiten a ejercer facultades delegadas sino que tienen sus propias competencias, como resulta de los Reales Decretos que las crean y regulan y la vigente Ley del Gobierno.

El requisito de que el acto haya sido dictado por el Gobierno y no por otro órgano diferente es recordado por las Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ 1997, 4513, 4514 y 4515), sobre la desclasificación de documentos declarados secretos, para señalar que, dado que la clasificación de la documentación no es competencia exclusiva del Gobierno sino que la comparte con el Estado Mayor, tal clasificación no puede considerarse como acto político.

Algunos autores, como GARCÍA DE ENTERRÍA, habían entendido que la exclusión de los actos políticos por la LJCA/1956 había quedado derogada por los artículos 24 y 106 CE, pero, en virtud del artículo 1 de la misma, admitían la exclusión de los actos constitucionales, dictados por el Gobierno con sujeción no al Derecho administrativo sino al constitucional; criterio que ha sido acogido progresivamente en algunas Sentencias del Tribunal Supremo (Cfr. STS 9 junio 1987 [RJ 1987, 4018] y 2 octubre 1987 [RJ 1987, 6688]). Así, las Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ 1997, 4513, 4514 y 4515) recuerdan que «ha sido la influencia de este precepto constitucional [el art. 24] la que explica que la jurisprudencia... haya abandonado la citada del artículo 2 b) de la Ley de la Jurisdicción [de 1956], como si en él permaneciese latente el sentido elusivo de la Administración frente al control jurisdiccional de determinadas actuaciones».

Pero, aunque en teoría pueda decirse que se trata de actos no sujetos al Derecho administrativo sino al Derecho constitucional y cuyo control, por tanto, no corresponde al orden jurisdiccional contencioso-administrativo, la jurisprudencia ha evolucionado para evitar la falta de efectivo control (puesto que el cumplimiento del Derecho constitucional dista, a menudo, de gozar de un control real) y ha ido admitiendo el control de las decisiones de contenido político del Gobierno por parte de este orden jurisdiccional en cuanto pueda lesionar derechos fundamentales e incluso, aun sin esa lesión, cuando existan elementos reglados. Con ello, ya no cabe hablar, en rigor, de actos políticos o de actos sujetos al Derecho constitucional como supuesto de inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo sino sólo de decisiones de contenido político, respecto de las cuales no es posible fiscalizar dicho contenido político, siempre y cuando no se lesionen derechos fundamentales ni existan elementos reglados.

En efecto, la jurisprudencia se ha mostrado contraria a la apreciación de los actos políticos cuando puedan lesionar derechos fundamentales (STC 196/1990, de 29 de noviembre; y STS 20 junio 1980 [RJ 1980, 3229], 28 marzo 1985 [RJ 1985, 1505] y 22 septiembre 1986 [RJ 1986, 4801]).

Por otra parte, como manifiesta la Sentencia del Tribunal Constitucional 45/1990, de 15 de marzo, algunas actuaciones políticas tienen una parte «que resulta obligada en ejecución de lo dispuesto en las leyes», parte controlable por los tribunales de justicia. En esta línea, la jurisprudencia ha mantenido una línea claramente restrictiva, con un examen caso por caso, limitándose tanto sólo a no entrar en el enjuiciamiento de aspectos muy concretos del acto impugnado, por constituir tales aspectos «decisiones políticas» que implicaban el ejercicio de opciones en las que los tribunales no pueden sustituir a la Administración ni al Gobierno (STS 16 noviembre 1983 [RJ 1983, 5421], y 14 diciembre 1984 [RJ 1984, 6649]), y, así, aun declarando el contenido político del Decreto recurrido, no se han ahorrado esfuerzos en analizar la justificación del procedimiento seguido y de la competencia del órgano que lo emitió (STS 30 julio 1987 [RJ 1987, 7706]).

Por tanto, a pesar de que se siga admitiendo que ciertos actos de contenido político no son controlables en cuanto al fondo en sede jurisdiccional, «en cuanto dichos actos contengan elementos reglados establecidos en el ordenamiento jurídico, estos elementos sí son susceptibles de control jurisdiccional» (STS 22 enero 1993 [RJ 1993, 457]).

Sobre esta cuestión, es decisiva la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de junio de 1994 (RJ 1994, 5050), que estimó la impugnación del nombramiento del Fiscal General del Estado Eligio Hernández. Parte la sentencia del reconocimiento de que

«estamos más próximos a una resolución gubernativa en la que se actúa una opción política que ante un acto de naturaleza exclusivamente administrativa.
La aceptación de esta tesis nos obliga a examinar el estado que mantiene, en el marco constitucional vigente, la posibilidad de que existan actuaciones imputables al poder ejecutivo no controlables, en cuanto a su legalidad, por los órganos del Poder Judicial.
La jurisprudencia ha admitido pacíficamente la existencia de actuaciones políticas del Gobierno no sometidas a control jurisdiccional. Cabe citar, a título de ejemplo, las Sentencias del Tribunal Supremo de 9 junio 1987 (RJ 1987, 4018) y 2 octubre 1987 (RJ 1987, 6688), ambas destacables tanto por sí mismas como porque sobre las tesis en ellas mantenidas ha elaborado el Tribunal Constitucional su doctrina general acerca de este particular, que ha permaneciendo prácticamente inalterable desde la Sentencia de 15 marzo 1990 (RTC 1990, 45) hasta la de 26 noviembre 1992 (RTC 1992, 204)...
... el Tribunal Constitucional, en la de 15 marzo 1990, dice que “no toda actuación del Gobierno, cuyas funciones se enuncian en el artículo 97 del Texto Constitucional, está sujeta a Derecho administrativo. Es indudable, por ejemplo, que no lo está, en general la que se refiere a las relaciones con otros órganos constitucionales, como son los actos que regula el título V de la Constitución o la decisión de enviar a las Cortes un proyecto de ley u otros semejantes, a través de las cuales el Gobierno cumple también la función de dirección política que le atribuye el mencionado artículo 97 de la Constitución...”.
La clara posición jurisprudencial... es preciso aplicarla a cada caso concreto, porque entonces entran en juego principios y normas constitucionales de ineludible acatamiento, que presionan en favor de su restricción...
Entre estos principios y normas nos encontramos, en primer lugar,... el artículo 24.1 (de la Constitución)... Ha sido la influencia de este precepto constitucional la que explica que la jurisprudencia que hemos reseñado haya abandonado la cita del artículo 2 b) de la Ley de la Jurisdicción... y que por eso el Tribunal Constitucional, en la citada Sentencia de 15 marzo 1990, haya destacado que... el artículo 2 b) LJCA... en ningún momento se menciona en la Sentencia (del Supremo), sino (que inadmite el recurso) por entender que se dirigía contra una actuación (u omisión) no sujeta al Derecho administrativo y, por ende, insusceptible de control en esa vía judicial, conforme al artículo 106.1 CE y el artículo 1 LJCA.
Otro mandato constitucional que no podemos dejar de tener presente es el del artículo 9 de la norma suprema, cuando nos dice que los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico y que la Constitución garantiza el principio de legalidad. La unión de estos preceptos con el derecho fundamental reconocido en el artículo 24.1 nos lleva a apreciar la dificultad de principio de negar la tutela judicial, cuando alguna persona legitimada la solicite, alegando una actuación ilegal del poder ejecutivo.
Reconocido, sin embargo, que nuestro sistema normativo admite la existencia objetiva de unos actos de dirección política del Gobierno en principio inmunes al control jurisdiccional de legalidad... esto no excluye que la vigencia de los artículos 9 y 24.1 de la Constitución nos obligue a asumir aquel control cuando el legislador haya definido mediante conceptos judicialmente asequibles los límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse dichos actos de dirección política, en cuyo supuesto los tribunales debemos aceptar el examen de las eventuales extralimitaciones o incumplimiento de los requisitos previos en que el Gobierno hubiera podido incurrir al tomar la decisión».

Las Sentencias de 4 de abril de 1997 (RJ 1997, 4513, 4514 y 4515)), en relación con la solicitud de clasificación de documentos secretos, reiteran el control judicial «cuando el legislador haya definido mediante conceptos jurídicamente asequibles los límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse» los actos políticos.

Esta línea es corroborada por la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de julio de 1997 (RJ 1997, 5640), que revoca el auto de inadmisibilidad de un recurso contencioso-administrativo contra el Decreto del Presidente de la Junta de Andalucía, por cuanto pueden ser controlados ciertos criterios normativos que otorgan al acto recurrido una naturaleza reglada, susceptible de control jurisdiccional por la Sala de instancia, cuya legalidad ha de examinar.

Así, el Auto del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 2008 (PROV 2009, 1935) recapitula lo siguiente:

«En contra de lo sostenido por el Abogado del Estado, estamos ante un acto susceptible de impugnación. Es cierto que la propuesta de Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial que ha de formular el Pleno de este órgano en su sesión constitutiva (artículos 107.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial y 3 del Reglamento de Organización y Funcionamiento del Consejo) no es uno más de los actos que en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario el artículo 122.2 de la Constitución reserva al órgano que crea para gobernar el Poder Judicial. Actos que, conforme a los artículos 1.3 b) de la Ley de la Jurisdicción y 143.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, son susceptibles de recurso contencioso-administrativo, precisamente, ante esta Sala (artículos 58.1 de la Ley Orgánica y 12.1 de la Ley reguladora). No se trata, desde luego, de un supuesto más de administración del estatuto judicial.
Tiene razón el Abogado del Estado cuando llama la atención sobre el significado de esta propuesta: se dirige a completar la composición del Consejo con el nombramiento de quien ha de presidir el Tribunal Supremo, el cual, por disponerlo así el artículo 122.3 de la Constitución, preside al propio órgano que le elige. De ahí que sea la primera autoridad judicial de España, según precisa el artículo 105 de la Ley Orgánica, y que represente al Poder Judicial, único e independiente, querido por el constituyente.
La relevancia que esa decisión tiene explica que el legislador haya separado el procedimiento que conduce a ella del que se sigue para designar a quienes han de desempeñar los demás cargos judiciales y se traslada, por fuerza, a la naturaleza de la propuesta y del acto en que se materializa el nombramiento al que conduce. La consecuencia que todo lo anterior comporta es que no sea asimilable a los que integran el cometido gubernativo ordinario del Consejo y se aproxime, en cambio, a los que la Ley de la Jurisdicción ha calificado en su artículo 2a) como actos del Gobierno. Es decir, aquellos en los que se reconoce a quien debe adoptarlos un margen amplísimo de decisión, si bien circunscrito siempre por el respeto a los derechos fundamentales y por todos los elementos reglados que introduzcan en el procedimiento de su adopción las normas constitucionales y legales que los contemplan.
Como sabemos, esto no significa que esos actos sean inmunes al control jurisdiccional. Por el contrario, están sometidos a él en todo lo relativo a la verificación de dicho respeto y del cumplimiento de esos aspectos reglados, así como de cuantos conceptos judicialmente asequibles figuren integrados en su régimen jurídico. Es conocida la evolución jurisprudencial que ha conducido a la actual regulación del citado artículo 2 a) de la Ley de la Jurisdicción. Se manifiesta en muchas Sentencias entre las cuales son especialmente expresivas la de 28 de junio de 1994 (recurso 7105/1992) (RJ 1994, 5050) y las tres de 4 de abril de 1997 (recurso 726 [RJ 1997, 4513]), 4 de abril de 1997, (recurso 634 [RJ 1997, 4515]) y 4 de abril de 1997 (recurso 602/1996 [RJ 1997, 4514]), todas del Pleno de esta Sala.
No es, por tanto, de aplicación a este caso el apartado a) del artículo 1.3 de la Ley de la Jurisdicción, como dice el Abogado del Estado, ni, por tanto, los razonamientos del Auto de 6 de mayo de 2008 (JUR 2008, 159772 AUTO), pero tampoco lo es el apartado b) de ese precepto en los términos que defienden los recurrentes, sino interpretado en relación con el artículo 2 a) de la misma. Ahora bien, esto significa, insistimos, que el Real Decreto es susceptible de recurso contencioso-administrativo, de manera que procede rechazar la primera excepción».

La Ley del Gobierno de 27 de noviembre de 1997, se limita a declarar, en su artículo 26.3, que «los actos del Gobierno y de los órganos y autoridades regulados en la presente Ley son impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, de conformidad con lo dispuesto en su Ley reguladora», con lo que no ayuda a resolver la cuestión. En principio, el tenor del meritado precepto parece favorable al control de cualesquiera actos del Gobierno por el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, pero, evidentemente, será necesario que se respeten los límites de dicho orden jurisdiccional, puesto que, por ejemplo, es claro que sus actos sujetos al Derecho civil, mercantil o laboral no serán fiscalizables a través del recurso contencioso-administrativo. Además, la remisión a la LJCA, que al tiempo de la entrada en vigor de la Ley del Gobierno, era la anterior, de 1956, termina por confirmar la inutilidad del referido precepto.

En conclusión, puede ahora decirse respecto de los actos políticos como decía, en relación con los actos administrativos discrecionales, la exposición de motivos de la LJCA/1956, que el acto político «no puede referirse a la totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque» sino que «por el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto», por lo que es posible el control judicial de los elementos que no revistan ese carácter. Es decir, más que de acto político, habría que hablar de decisión política, no fiscalizable por los tribunales, que integra un acto, que podría ser controlado «cuando el legislador haya definido mediante conceptos judicialmente asequibles los límites o requisitos precisos a los que deben sujetarse dichos actos». Estamos, en este punto, de acuerdo con JORDANO FRAGA en que «no deja de ser contradictorio afirmar que ante un acto político la jurisdicción haya de declarar la inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo, y abstenerse del enjuiciamiento de fondo, y al mismo tiempo admitir la posibilidad de que en todo caso puedan controlarse aspectos formales». En esta línea, la Sentencia del TS de 22 de enero de 1993 (RJ 1993, 457) estima que «ello implica que la doctrina del acto político no pueda ser invocada como fundamento de la inadmisibilidad, ya que es obligado para el juzgador comprobar si existen en el acto elementos reglados y comprobar también si en cuanto al fondo se da ese contenido político no controlable».

Con todo, ello no supone equiparar los actos políticos a los actos discrecionales, con elementos discrecionales y elementos reglados, toda vez que, aparte de los elementos reglados, la discrecionalidad puede ser controlada por los tribunales apreciando desviación de poder, esto es, utilización de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento (art. 70.2 LJCA y 63 LRJ-PAC), así como por la aplicación de los principios generales del Derecho (STS 15 diciembre 1986 [RJ 1986, 1139]), lo que no es admisible respecto de la decisión política, plenamente ajena en sí misma al control de los tribunales de justicia.

JORDANO FRAGA defiende, como jaque mate al acto político, la equiparación de la llamada decisión política a una decisión administrativa discrecional, pero no estamos de acuerdo con esa conclusión. El citado autor invoca en su favor la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de marzo de 1994 (RJ 1994, 1719), que, sin perjuicio de reconocer que cierta decisión del Gobierno «no se puede cuestionar o revisar», la controla más allá de la competencia o el procedimiento, incluyendo la desviación de poder y los hechos determinantes, como elementos reglados del acto discrecional (Cfr. STS 15 junio 1984 [RJ 1984, 3384], y 8 marzo 1993 [RJ 1993, 1626]). Pero, como reconoce JORDANO, «en ningún momento dicha sentencia conceptúa la decisión como acto político». Y es que el precedente que cita se refiere, simplemente, a un supuesto de acto discrecional.

Sí parece, en cambio, subsumir los actos políticos dentro de los discrecionales la Sentencia de 3 de diciembre de 1998 (RJ 1998, 10027), para la cual «la técnica del examen de los elementos reglados debe completarse con otras tales como las del control de la discrecionalidad».

Tampoco podemos apoyar la pretensión de sustituir la categoría de los actos políticos del Gobierno, o actos de éste sujetos al Derecho constitucional y no al administrativo, por la de actos debidos del Rey, que suscita el voto particular de la Sentencia del Supremo sobre el caso de Eligio Hernández, puesto que esa línea podría justificar la inmunidad al control judicial de todos los actos que, formalmente adoptados por el monarca, son objeto de refrendo, como los Decretos, ciertos empleos civiles y militares y demás decisiones a que se refiere el artículo 62 de la Constitución.

En suma, en relación con los llamados actos políticos, aunque la decisión política haya de ser respetada, el recurso contencioso-administrativo será admisible para la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, como precisaba ya la LJCA/1956, así como para la protección jurisdiccional de los derechos fundamentales y el control de los elementos reglados, de acuerdo con la jurisprudencia anterior, confirmada por la vigente Ley.

4.- El control de la potestad de gracia: el indulto.

La Jurisprudencia también ha reconocido la admisibilidad del recurso frente a las decisiones sobre el derecho de gracia (denegación de un indulto) únicamente sobre los aspectos formales de su tramitación, pero tal limitación no se basa en la consideración de acto político sino en su amplia discrecionalidad (STS 27 mayo 2003 [RJ 2003, 4106], 11 enero 2006 [RJ 2006, 33] y 17 febrero 2010 [RJ 2010, 1527]).

Sin embargo, la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de febrero de 2012 (Sección Sexta) recaída en el recurso ordinario 165/2012, ponente Excmo. Sr. D.: Carlos Lesmes Serrano, que entra en la fiscalización del indulto de D. Alfredo Sáenz, acerca el control de la potestad de gracia a los llamados actos políticos.

Dice así, su fundamento Octavo:

Proponen los dos codemandados una segunda causa de inadmisibilidad del recurso, la del art. 69.c) de la Ley de la Jurisdicción, por considerar que, al tratarse el indulto de un acto político, no está sujeto al control de esta jurisdicción. En este sentido, el señor Calama Teixeira nos recuerda nuestra jurisprudencia en la que se señala que esta acción del Gobierno no está sometida al control judicial fuera de los aspectos reglados (SSTS de 17 de febrero de 2010, 7 de mayo de 2010 o 24 de septiembre de 2010), incluso considera, con cita del auto de 31 de enero de 2000, que está limitada a los aspectos puramente procedimentales de cumplimiento de los trámites establecidos para su adopción. Y así, afirma que la supresión de las consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia constituye una determinación del acto de gracia que no sólo se integra en el núcleo esencial del indulto sino que además no está prohibida por la Ley y, por consiguiente, deviene inimpugnable al igual que la conmutación de las penas.

Abunda en estas consideraciones la representación procesal del señor Sáenz Abad para quien el ámbito objetivo de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa se extiende a la actuación de las Administraciones Públicas sujeta al Derecho Administrativo y la actuación del Gobierno contra la que se dirige el presente recurso no pertenece a ese ámbito objetivo, dando a entender, aún sin manifestarlo expresamente, que en materia de indulto el Gobierno funciona como un poder a legibus solutus, desligado de las leyes, y, como tal, exento de control alguno.

Esta causa de inadmisibilidad está estrechamente entrelazada con la cuestión de fondo, que abordaremos más adelante, por lo que sin perjuicio de contestarla ahora los argumentos que exponemos se completan con las consideraciones que se recogen en los próximos fundamentos.

Las partes codemandadas, con su planteamiento, confunden el hecho de que la decisión graciable, en cuanto a su adopción, no esté sujeta a mandato legal alguno, siendo de plena disposición para el Gobierno la concesión o denegación del indulto, con el hecho de que se trate, por ese motivo, de una prerrogativa inmune a todo control. El indulto no es indiferente a la Ley, muy al contrario es un quid alliud respecto de la Ley, y, por tanto, no puede ser ajeno a la fiscalización de los Tribunales, pues en un Estado constitucional como el nuestro, que se proclama de Derecho, no se puede admitir un poder público que en el ejercicio de sus potestades esté dispensado y sustraído a cualesquiera restricciones que pudieran derivar de la interpretación de la Ley por los Tribunales.

Ciertamente la prerrogativa de indulto, a diferencia de las potestades administrativas, no es un poder fiduciario cuyo único fin legítimo sea satisfacer un interés público legalmente predeterminado, pero esa sustantiva diferencia con la potestad administrativa y con sus singulares mecanismos de control, como la desviación de poder, no empece para que el ordenamiento también regule aspectos esenciales del ejercicio de esta potestad graciable que operan como límites infranqueables para el Gobierno. Queremos decir con ello que el control judicial respecto de los actos del Gobierno no queda limitado al ejercicio de sus potestades administrativas, sino que también se extiende a otros actos de poder procedentes del Ejecutivo, en la medida en que están sujetos a la Ley, aunque no se cumpla con ellos una función administrativa.

Por ello, los indultos son susceptibles de control jurisdiccional en cuanto a los límites y requisitos que deriven directamente de la Constitución o de la Ley, pese a que se trate de actos del Gobierno incluidos entre los denominados tradicionalmente actos políticos, sin que ello signifique que la fiscalización sea in integrum y sin límite de ningún género, pues esta posición resultaría contraria también a la Constitución. El propio Tribunal Constitucional ha señalado que la decisión (conceder o no conceder) no es fiscalizable sustancialmente por parte de los órganos jurisdiccionales, incluido el Tribunal Constitucional (ATC 360/1990, FJ 5).

En definitiva, como se afirmó en la sentencia de Pleno de esta Sala de 2 de diciembre de 2005 (Rec. 161/2004), los actos del Gobierno están sujetos a la Constitución y a la ley según nos dice el artículo 97 del texto fundamental, concretando respecto de este órgano el mandato general del artículo 9.1, y los Tribunales, prescribe su artículo 106.1, controlan la legalidad de la actuación administrativa, lo cual guarda estrecha conexión con el derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el artículo 24.1, también de la Constitución. Por eso, la Ley de la Jurisdicción, a la que se remite en este punto el artículo 26.3 de la Ley 50/1997, del Gobierno, dispone en su artículo 2 a), que este orden jurisdiccional conocerá de las cuestiones que se susciten en relación con "la protección jurisdiccional de derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los actos del Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que fuera la naturaleza de dichos actos". Precepto legal este último que recoge la jurisprudencia sentada por la Sala Tercera bajo la vigencia de la Ley de la Jurisdicción de 1956 y que encuentra su más completa expresión en las Sentencias de su Pleno de 4 de abril de 1997 (recursos 602, 634, 726, todos de 1996) conforme a las cuales los Tribunales de lo Contencioso Administrativo han de asumir aquél control, incluso frente a los actos gubernamentales de dirección política, cuando el legislador haya definido mediante conceptos judicialmente asequibles los límites o requisitos previos a los que deben sujetarse para comprobar si el Gobierno ha respetado aquellos y cumplido estos al tomar la decisión de que se trate.

Pues bien, nuestra jurisprudencia ha señalado reiteradas veces, en relación con esta concreta materia, que la fiscalización que nos compete abarca los elementos reglados de la gracia. Así, aún cuando el Gobierno puede decidir a quién perdona y a quién no y si perdona la totalidad o solo parte de la pena, e incluso imponer condiciones para la condonación, lo cierto es que lo que se puede perdonar, el contenido material del indulto, lo marca la Ley y este elemento reglado es el que abre la puerta al control de la jurisdicción.

Otra cosa es que la puntual decisión adoptada en los Reales Decretos impugnados, el ejercicio concreto de la prerrogativa que aquí se ha hecho, pueda ser controlable, pues, según se afirma, lo acordado forma parte del núcleo esencial de la gracia en el que la libertad del Gobierno es máxima, pero este planteamiento afecta al fondo del asunto litigioso y no puede ser obviado liminarmente.

Y con esta premisa, ya en el fundamento decimotercero, la Sentencia declara que “Así, el Gobierno, a través de la prerrogativa de gracia, configurada en la Ley de Indulto de 1870 como potestad de resolución material ordenada exclusivamente a la condonación total o parcial de las penas, ha derogado o dejado sin efecto, para dos casos concretos, una norma reglamentaria, excepcionando singularmente su aplicación, lo que supone incurrir en la prohibición contenida en el art. 23.4 de la Ley del Gobierno y constituye una clara extralimitación del poder conferido por la Ley de Indulto al Gobierno, siendo ambas circunstancias determinantes de la nulidad de pleno derecho de los referidos incisos”.

En definitiva, aunque desde el punto de vista de la Justicia y la salud democrática podamos aplaudir la limitación de la potestad de gracia, y los requisitos de honorabilidad para el ejercicio de actividades bancarias resulten reforzados (si bien resultan expuestos a una próxima reforma legal), la Sentencia parte de una confusión del control de la potestad de gracia con los llamados actos políticos del Gobierno, o al menos una asimilación que no era compartida por anteriores pronunciamientos. Desde luego, la Sentencia no supone un avance en el llamado control de los actos políticos (porque el indulto no lo es, en realidad, y porque en esa materia ya se había avanzado suficientemente), aunque sí en esta materia de indulto, siempre discutible y en tela de juicio (no solo en España, pues recordemos que uno de los últimos actos de los Presidentes de EEUU es indultar a diversos condenados más o menos afines).

Quizá lo que debería es dotar a esta potestad de un carácter reglado, o cuando menos de apreciación de conceptos jurídicos indeterminados, frente a su carácter discrecional o supuestamente “político”. Ligar el indulto a un cierto ejercicio de la equidad frente a la estricta aplicación del Código Penal, así como con la efectiva reeducación y reinserción social que el Art. 25.2 de la Constitución establece como fines de la pena (aun cuando la prevención general y especial, e incluso el “castigo”, no deban obviarse como fundamentos de la misma).



Francisco García Gómez de Mercado

Abogado


Las indefensión de quien no está de acuerdo con la Administración

 


Según el criterio del Tribunal Supremo (Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de febrero de 2006 y Auto de 30 de septiembre de 2005, entre otros) no cabe “personarse en un proceso contencioso-administrativo ya iniciado con pretensiones contrarias al acto o disposición recurridos” y “la Sala ha de desconocer la presencia en el proceso de quien compareció como demandada si bien pretendió la estimación del recurso adoptando a posteriori la postura mantenida por el recurrente”.

Es cierto que la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa vigente únicamente contempla la figura del codemandado y no del codemandante, y suprimió la figura del coadyuvante de la norma anterior.

Pero ello, a pesar de la existencia de resoluciones en ese sentido, no puede significar que quien tiene un derecho o interés legítimo en el proceso, en el sentido favorable a la pretensión actora, no pueda comparecer y formular las alegaciones que tenga por conveniente, pues lo contrario supondría vulnerar su derecho a la tutela judicial efectiva con manifiesta indefensión, por imposibilidad de intervención en el proceso, con vulneración del Art. 24.1 de la Constitución.

Como señalaba ya el Tribunal Constitucional mediante Auto de 10 de junio de 1996:

"silencio [de la ley]... no puede ni debe conducir a la conclusión automática de que junto al <<señor del pleyto>> ... sea imposible la presencia de quien pretenda apoyar su pretensión por derivarse del éxito un beneficio para él o evitarle así un perjuicio, sustratos del interés legítimo configurado constitucionalmente como fundamento de la legitimación en cualesquiera de sus modalidades.

Así se ha construido, pues, el diseño de la legitimación pasiva, ya lo sea como demandado o como coadyuvante de éste ... Nada se opone a que tal esquema se transporte al flanco activo de la relación procesal, y, por ello, ningún obstáculo existe para admitir la intervención adhesiva en favor del demandante ...

Claro está que el coadyuvante del actor cuya posición procesal le es subordinada -como su propia etimología indica- no es autónomo y, por lo tanto, no puede esgrimir pretensiones distintas de las ejercitadas por aquél, ni mucho menos pretender el reconocimiento para sí de una situación jurídica individualizada ...".

Así mismo se vulneraría el Art. 19.1 a) LJCA, según el cual “están legitimadas ante le orden jurisdiccional contencioso-administrativo: a) Las personas físicas o jurídicas que ostenten un derecho o interés legítimo”, sin precisar a favor o en contra, e incluso el Art. 21.1 b) LJCA, a cuyo tenor “se considera parte demandada… b) Las personas o entidades cuyos derechos o intereses legítimos pudieran quedar afectados por la estimación de las pretensiones del demandante”, sin exigir que tal afectación se produzca en el sentido de resultar perjudicadas (pudiendo ser también beneficiadas). De este modo, en realidad, la LJCA permite el acceso al proceso del no demandante siempre como codemandado.

En esta línea, el Art. 49.1 LJCA, prevé que la remisión del expediente se notifique a todos los interesados, emplazándoles para que puedan personarse como codemandados. Esta previsión se refiere “a cuantos aparezcan como interesados”. No solo a quienes tengan interés en mantener el acto o disposición que se impugne.

Tampoco la LJCA obliga al demandado o codemandado, para serlo, que se oponga a las pretensiones de la actora. El Art. 54 LJCA solo se refiere a la “contestación”, pero en nada, insistimos, implica como esencial que todos los codemandados deban oponerse a la demanda.

El codemandado no puede, por supuesto, introducir nuevas pretensiones, que sí debe poder alegar lo que a su derecho convenga sobre la procedencia o improcedencia de las pretensiones del demandante. Nadie con una mínima formación jurídica negaría que el codemandado en un proceso civil pueda estar de acuerdo con la pretensión del demandante e incluso que se allane a la misma. En fin, nuevamente las tesis de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo abrazan entusiasmadas el formalismo y desconocen, en mi opinión, no solo la Justicia sino también un buen entendimiento del Derecho.


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


Ampliación de plazo en los procedimientos administrativos

 


La reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de marzo de 2013 recoge los criterios jurisprudenciales para la ampliación del plazo de tramitación del procedimiento administrativo a efectos de evitar su caducidad.

A tenor del el artículo 42.6 de la Ley 30/1992:

"Cuando el número de las solicitudes formuladas o las personas afectadas pudieran suponer un incumplimiento del plazo máximo de resolución, el órgano competente para resolver, a propuesta razonada del órgano instructor, o el superior jerárquico del órgano competente para resolver, a propuesta de éste, podrán habilitar los medios personales y materiales para cumplir con el despacho adecuado y en plazo.
Excepcionalmente, podrá acordarse la ampliación del plazo máximo de resolución y notificación mediante motivación clara de las circunstancias concurrentes y sólo una vez agotados todos los medios a disposición posibles.
De acordarse, finalmente, la ampliación del plazo máximo, éste no podrá ser superior al establecido para la tramitación del procedimiento”.

Pues bien, la Sentencia destaca que, además de acreditar esas circunstancias, es imprescindible que la Administración notifique el acuerdo de ampliación de plazo a los interesados antes del vencimiento del plazo previsto para la resolución del procedimiento.

La resolución comentada ratifica las consideraciones de la precedente Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de noviembre de 2012, según la cual:

”a) La habilitación para la ampliación se encuentra limitada al órgano competente para resolver el deslinde (Ministro de Medio Ambiente), o bien a su superior jerárquico.

b) Tal habilitación cuenta con una doble posibilidad procedimental: En el caso de tratarse de una decisión del órgano competente para resolver el deslinde, resulta necesaria una "propuesta razonada del órgano instructor"; y, en el caso de decisión del superior del órgano competente para resolver, la norma exige la propuesta de este.

c) La habilitación legal de referencia se fundamenta, exclusivamente, en la concurrencia de una situación procedimental: Que antes del vencimiento del plazo para resolver y notificar se pueda "suponer un incumplimiento del plazo máximo de resolución". Y, es mas, este incumplimiento tan solo puede derivarse de las dos concretas causas o circunstancias previstas en el precepto:

1. "El número de solicitudes formuladas".
2. El número de "personas afectadas" por el procedimiento (en este caso, de deslinde del dominio público marítimo terrestre).

d) La habilitación que el artículo 42.6 de la LRJPA, que analizamos, cuenta, por su parte, con una doble dimensión o consecuencia:

1. La consecuencia natural o normal para cuando ---con base en alguna de las dos causas expresadas--- pueda suponerse "un incumplimiento del plazo máximo de resolución", queda limitada a la posibilidad de "habilitar los medios personales y materiales para cumplir con el despacho adecuado y en plazo".

2. Y, la consecuencia o posibilidad excepcional consiste en poder "acordarse la ampliación del plazo máximo de resolución y notificación".

e) La decisión ampliatoria debe llevarse a cabo:

1."Mediante motivación clara de las circunstancias concurrentes", y

2."Sólo una vez agotados todos los medios a disposición posibles".

f) Por último, el precepto señala en el terreno de lo temporal y en el de su revisabilidad que

1. El plazo máximo que finalmente pudiera acordarse "no podrá ser superior al establecido para la tramitación del procedimiento". Y que,

2. "Contra el acuerdo que resuelva sobre la ampliación de los plazos, que deberá ser notificado a los interesados, no cabrá recurso alguno".

El carácter excepcional que tiene la ampliación del plazo previsto en ese artículo 42.6 comporta, no solo que se dicte por el órgano competente y que se justifiquen adecuadamente las circunstancias que lo permiten, sino también, como expresamente dispone ese precepto, que se notifique ---"deberá ser notificado"--- el acuerdo que resuelve sobre la ampliación del plazo, que, obviamente, ha de efectuarse antes de que transcurra el plazo para dictar la resolución del procedimiento".


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

La medida cautelar de pago de los contratos públicos y su fecha


Conocido es el endémico problema de la falta de pago de los contratos por parte de la Administración, especialmente en los contratos plurianuales por la falta de presupuesto. Un problema agudizado con la crisis que ha llevado al Gobierno de la Nación a aprobar ciertos planes de pagos a proveedores que, no obstante, no han cubierto toda la deuda de las Administraciones por este concepto.

Pues bien, la Ley 15/2010 introdujo un nuevo Art. 200 bis en la Ley de Contratos del Sector Público, con especial previsión de que, en el recurso contencioso-administrativo que se pueda interponer frente a la falta de pago, se pudiera pedir, y se concediera, una medida cautelar de exigencia de ese pago debido. Dicho precepto pasó luego al vigente Art. 217 del Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Pero se discutía si tal previsión era solo aplicable a los contratos posteriores a dicha Ley 15/2010 y no a los anteriores, a la luz de las disposiciones transitorias, como entendieron la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Islas Baleares de 17 octubre de 2012 o la del Tribunal Superior de Madrid de 24 de octubre de 2012; o, por el contrario, si era aplicable con independencia de la fecha del contrato.

Este segundo criterio ha sido finalmente proclamado por la Sentencia del Tribunal Supremo de 7 de noviembre de 2012 (Recurso de Casación núm. 1085/2011), por lo que todo contratista, con independencia de la fecha de su contrato, se verá beneficiado por dicha norma (que hubiera debido incorporarse a la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa y no a una Ley de Contratos) y reclamar por vía cautelar el pago "salvo que la Administración acredite que no concurren las circunstancias que justifican el pago o que la cuantía reclamada no corresponde a lo que es exigible, en cuyo caso la medida cautelar se limitará a esta última".

Los actos ganados por silencio positivo

 


En términos generales, cuando no existen bases negociales o normativas, que den valor vinculante al silencio o de las que resulte la obligación de romperlo, es decir, en la mayoría de los casos, el guardar silencio no significa más que la carencia de expresión y de la nada no cabe sacar ninguna consecuencia positiva. Con todo, en el ámbito del Derecho privado, el silencio puede adquirir valor significativo especialmente en supuestos de permiso tácito o autorización tácita, esto es, cuando se deja que alguien actúe sin oposición. Pero es, sin duda, en el ámbito del Derecho administrativo donde el silencio como forma, presunta, de declaración de voluntad ha tenido una mayor aplicación.

Hay silencio administrativo cuando el ordenamiento jurídico, ante la falta de un pronunciamiento que la Administración está obligada a efectuar, presume la existencia de un acto, que puede ser positivo o negativo, es decir, estimatorio o desestimatorio.

La regulación de esta materia se encuentra en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas (LAP), en su Arts. 42-44 (redactados conforme a la Ley 4/1999, de 13 de enero, y posteriormente la Ley 25/2009). Como apunta la propia exposición de motivos de la Ley 4/1999, “no podemos olvidar que cuando se regula el silencio, en realidad se está tratando de establecer medidas preventivas contra patologías del procedimiento ajenas al correcto funcionamiento de la Administración que diseña la propia Ley. Pues bien, esta situación de falta de respuesta por la Administración –siempre indeseable- nunca puede causar perjuicios innecesarios al ciudadano, sino que, equilibrando los intereses en presencia, normalmente debe hacer valer el interés de quien han cumplido correctamente con las obligaciones legalmente impuestas”.

A tenor del Art. 43 LAP, en su redacción vigente, “La estimación por silencio administrativo tiene a todos los efectos la consideración de acto administrativo finalizador del procedimiento”; añadiéndose luego que “La obligación de dictar resolución expresa a que se refiere el apartado primero del artículo 42 se sujetará al siguiente régimen: a) En los casos de estimación por silencio administrativo, la resolución expresa posterior a la producción del acto sólo podrá dictarse de ser confirmatoria del mismo”.

Con ello, se limita la equiparación con el acto expreso al silencio positivo, mientras que el negativo queda como una ficción que posibilita el acceso al recurso (pero que, conforme al art. 43.4 LAP, no impide una resolución expresa posterior sin vinculación al sentido del silencio).

Ahora bien, proclamado legalmente el silencio positivo, no cesa en recibir embates contra el mismo, que ponen en tela de juicio la propia oportunidad del silencio positivo.

El Art. 62.1 LAP dispone que “los actos de las Administraciones Públicas son nulos de pleno Derecho en los casos siguientes: …f) Los actos expresos o presuntos contrarios al ordenamiento jurídico por los que se adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición”. Pero en Derecho Administrativo, merced a la presunción de validez de los actos (Art. 57 LAP), los actos aun nulos deben ser objeto de un procedimiento de revisión de oficio para expulsarlos del mundo jurídico. No cabe, sin más, decir que son nulos (Arts. 102 y ss. LAP).

En el ámbito urbanístico, gracias a una normativa específica, la Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2009, de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, fija como doctrina legal que el artículo 242.6 del Texto Refundido de la Ley sobre Régimen del Suelo y Ordenación Urbana, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio, y el artículo 8.1 b), último párrafo, del Texto Refundido de la Ley de Suelo aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, son normas con rango de leyes básicas estatales, en cuya virtud y conforme a lo dispuesto en el precepto estatal, también básico, contenido en el artículo 43.2 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, modificado por Ley 4/1999, de 13 de enero, no pueden entenderse adquiridas por silencio administrativo licencias en contra de la ordenación territorial o urbanística. De este modo, en el ámbito urbanístico, el silencio positivo no da lugar, como en el régimen común, a un verdadero acto, que, de implicar alguna ilegalidad, debería a pesar de ello presumirse legal y, en su caso, recurrirse o procederse a la revisión de oficio por la Administración (arts. 43, 57 y 102 y siguientes de la Ley 30/1992).

Con independencia de la corrección de esta distinción, lo cierto es que tal concepción coloca al beneficiario del silencio, como decimos, en una difícil tesitura: ha conseguido la licencia, ¿o acaso no? Hasta el punto que tal doctrina ha terminado llevando a la supresión del silencio administrativo positivo en las licencias urbanísticas (Artículo 23 del Real Decreto-ley 8/2011, de 1 de julio, de medidas diversas sobre deudores hipotecarios, deudas de las entidades locales, fomento de la actividad empresarial y simplificación administrativa, publicado en el BOE el día 7 de julio, termina con el tradicional silencio positivo en las licencias urbanísticas, como ya hemos comentado en otra entrada del blog de Urbanismo.

Pero, fuera del campo del Urbanismo, ¿cuál debe ser la solución? Tradicionalmente, bastante en línea con la Jurisprudencia en materia urbanística, se ha tendido a desconsiderar el silencio positivo cuando la ilegalidad era grave (acaso recurriendo, en el fondo aun sin decirlo, a la doctrina de los actos inexistentes, frente a los simplemente nulos, que no necesitarían una revisión de oficio para desconocerlos). Así, la STS de 13 de noviembre de 1986 dice que "aun cuando sea cierto que no puede adquirirse por silencio administrativo lo que no sería posible a través de un acto expreso por infringir el ordenamiento jurídico ... dicha imposibilidad requiere que la infracción sea clara y terminante”. Por su parte, la Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de octubre de 1992 expresa “una doctrina jurisprudencial consolidada, dotando al silencio positivo de un autonomismo que solo debe ceder ante la comprobación de vicios esenciales, de competencia o procedimiento, siendo la nulidad de pleno derecho el límite infranqueable que el silencio positivo no puede sobrepasar…, pues en lo demás la resolución tardía no altera la situación creada por el silencio positivo, sin perjuicio de que se pueda acudir al procedimiento de revisión de oficio de actos declarativos de derechos”.

Pues bien, a nuestro juicio con acierto, la Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de septiembre de 2012, nos dice que “las razones de la sentencia de instancia se atienen a nuestra jurisprudencia, de la que son ejemplo nuestras Sentencias de 15 de marzo de 2.011 y las dos de 17 de julio de 2.012 (recursos 3.347/2.009, 5.627/2.010 y 95/2.012), que enfatizan que el silencio administrativo positivo, según el artículo 43 de la Ley 30/1992 , tiene todos los efectos propios o característicos que tendría un acto que concluya un expediente, salvo el de dejar formalmente cumplido el deber de resolver; de ahí que el apartado 4.a) de ese precepto disponga que " en los casos de estimación por silencio administrativo, la resolución expresa posterior a la producción del acto sólo podrá dictarse de ser confirmatoria del mismo. De modo que una vez operado el silencio positivo, no es dable efectuar un examen sobre la legalidad intrínseca del acto estimatorio, pues, si bien es cierto, que según el artículo 62.1.f) de la Ley 30/1.992 son nulos de pleno derecho los actos presuntos "contrarios" al Ordenamiento Jurídico por los que se adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición, no es menos cierto, que las garantías de seguridad y permanencia de que, al igual que los actos expresos, gozan los actos producidos por silencio positivo, conduce a que para revisar y dejar sin efecto un acto presunto nulo o anulable la Administración debe seguir, como si de un acto expreso se tratase, los procedimientos de revisión establecidos por el artículo 102, o instar la declaración de lesividad…


Sostenibilidad financiera y energía


Ya hemos comentado anteriormente cómo la energía, y especialmente las renovables, han pasado de ser la gran esperanza a promocionar, a la vaca a ordeñar, en perjuicio de los inversores y, en los casos en que es posible su repercusión, los consumidores.

Efectivamente, hubo un tiempo, que ahora parece lejano pero constituye el pasado inmediato, con la crisis presente pero todavía ignorada, en que las energías renovables se sugerían como uno de los objetivos principales en el desarrollo económico.

Así, como consecuencia de la nueva Directiva 2009/28/CE, de 23 de abril, sobre el fomento de las energías renovables, el agotamiento del Plan de Fomento de las Energías Renovables 2005-2010 y la Ley de Economía Sostenible (que se ha visto no alcanzó a sostener mucho), se pretendía dar un nuevo impulso a las renovables.

De este modo, la mencionada Directiva fijó los objetivos vinculantes nacionales y el establecimiento de planes de seguimiento, consolidó el principio de subsidiaridad de los Estados Miembros para que puedan elegir sus sistemas de apoyo, propuso la simplificación administrativa de las autorizaciones, incorporó criterios de acceso a la red eléctrica, promulgó un sistema de garantía de origen que aporta una mayor transparencia al consumidor de electricidad e incluyó varios mecanismos de cooperación entre países o de flexibilidad para facilitar el cumplimiento de los objetivos de cada país en el año 2010.

En esta línea, la Ley de Economía Sostenible estableció un objetivo nacional mínimo de participación de las energías renovables en el consumo de energía final bruto del 20 por ciento en 2020.

En EEUU, Obama planteaba salir de la crisis apoyando la ejecución de infraestructuras e impulsando las energías renovables.

Pero, enseguida llegaron los recortes, a través de disposiciones como el Real Decreto 1003/2010, de 5 de agosto, por el que se regula la liquidación de la prima equivalente a las instalaciones de producción de energía eléctrica de tecnología fotovoltaica en régimen especial, conforme al cual para tener derecho al cobro de la tarifa regulada o prima equivalente, es necesario que las instalaciones solares fotovoltaicas acrediten, incluso con carácter retroactivo, que a fecha 30 de septiembre de 2008 tenían todos los equipos y conexiones necesarios para despachar a la red la totalidad de la potencia instalada, con una interpretación y aplicación de la norma en vía administrativa muy discutible; el Real Decreto 1565/2010, de 19 de noviembre, por el que se regulan y modifican determinados aspectos relativos a la actividad de producción de energía eléctrica en régimen especial; el Real Decreto 1614/2010, de 7 de diciembre, por el que se regulan y modifican determinados aspectos relativos a la actividad de producción de energía eléctrica a partir de tecnologías solar termoeléctrica y eólica, incluyendo la limitación de las horas equivalentes de funcionamiento con derecho a prima equivalente o prima; y el Real Decreto-ley 1/2012, de 27 de enero, por el que se procede a la suspensión de los procedimientos de preasignación de retribución y a la supresión de los incentivos económicos para nuevas instalaciones de producción de energía eléctrica a partir de cogeneración, fuentes de energía renovables y residuos.

Ahora, la Ley 15/2012, de 27 de diciembre, de medidas fiscales para la sostenibilidad energética, a pesar de su altisonante nombre, no procura ninguna sostenibilidad de la energía, sino que procura financiación pública a costa de la energía: Impuesto sobre el valor de la producción de la energía eléctrica, Impuestos sobre la producción de combustible nuclear gastado y residuos radiactivos resultantes de la generación de energía nucleoeléctrica y el almacenamiento de combustible nuclear gastado y residuos radiactivos en instalaciones centralizadas, Impuesto sobre la producción de combustible nuclear gastado y residuos radiactivos resultantes de la generación de energía nucleoeléctrica, Impuesto sobre el almacenamiento de combustible nuclear gastado y residuos radiactivos en instalaciones centralizadas, modificaciones al alza del Impuesto especial sobre Hidrocarburos y cambios en otras normas eléctricas y de aguas; todo ello en perjuicio de los inversores y, en los casos en que es posible su repercusión, los consumidores.

Por supuesto, debemos conseguir la sostenibilidad del Estado y por tanto de las finanzas públicas, pero ¿no vamos a acabar con la otrora gallina de los huevos de oro?

Finalmente, el Real Decreto-ley 29/2012, de 28 de diciembre, de mejora de gestión y protección social en el Sistema Especial para Empleados de Hogar y otras medidas de carácter económico y social, contiene un artículo 8, en el que impone la inaplicación del régimen económico primado para las instalaciones de generación de régimen especial no finalizadas con anterioridad al plazo límite o con equipos no previstos en el proyecto de ejecución. Auténtica puntilla para muchos proyectos de energías renovables, que recordemos, especialmente en la energía solar, no tienen sentido ni rendimiento sin el régimen primado.

En suma, las primas se han ido recortando e incluso suprimiendo con regímenes retroactivos, e incluso se frustran los proyectos en curso, acaso con importantes inversiones e incluso expropiaciones por causa de utilidad pública cuyo justiprecio abona el inversor. Este panorama plantea problemas de la retroactividad de las normas y, sobre todo, de seguridad jurídica, que, aun cuando no pueda erigirse en valor absoluto, pues ello daría lugar a la congelación o petrificación del ordenamiento jurídico existente (STC 126/1987), ni deba entenderse tampoco como un derecho de los ciudadanos a la conservación de un determinado régimen (STC 27/1981), sí protege, en cambio, la confianza de los ciudadanos, que ajustan su conducta económica a la legislación vigente, frente a cambios normativos que no sean razonablemente previsibles, ya que la retroactividad posible de las normas nunca puede trascender la interdicción de la arbitrariedad (STC 150/1990).


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


Del dogma de la solvencia de la Administración a la insolvencia: medidas cautelares

 


La doctrina tradicional en torno a la suspensión de liquidaciones económicas giradas por la Administración en vía contencioso-administrativa, partiendo de una afirmación incuestionable de solvencia de la Administración, deniega la suspensión como principio pues en caso de estimación del recurso se puede llevar a cabo su devolución al interesado; y sólo en supuestos excepcionales, en que por la importancia de la sanción pecuniaria, unida a la situación financiera acreditada de la persona o entidad obligada al pago, pudiera peligrar con la ejecución la estabilidad económica del que debe satisfacerla, u ocasionar otro perjuicio difícil de indemnizar en el caso de una eventual estimación del recurso, se aplica la medida de suspensión de la ejecución.

Sin embargo, la crisis económica y el desorbitado endeudamiento de muchos Ayuntamientos, ha llevado ya a poner el acento en la insolvencia de la Administración, frente a ese principio tradicional de solvencia de la misma. Que ya no responde a la realidad, especialmente en el ámbito de la Administración local. Esta grave situación económica de muchos Ayuntamientos ha tratado de ser paliada mediante normas como la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, el Real Decreto-ley 4/2012, de 24 de febrero, por el que se determinan obligaciones de información y procedimientos necesarios para establecer un mecanismo de financiación para el pago a los proveedores de las Entidades Locales, el Real Decreto-ley 7/2012, de 9 de marzo, que creó un Fondo para la Financiación de pagos a proveedores, y el Real Decreto-ley 20/2012, de 13 de julio, de medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad. Sin que, sin embargo, se haya conseguido volver a una situación generalizada de solvencia.

Tal estado de cosas debe repercutir a la hora de valorar el “periculum in mora” y así la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, Sala de Valladolid, de 4 de mayo de 2012 (Recurso de Apelación núm. 228/2012, JUR 2012\182298) advierte que “Así las cosas, y sobre la base ya expuesta de que la adopción de la medida cautelar de suspensión de la ejecutividad del acto impugnado es "eminentemente casuística", como ha señalado la jurisprudencia (autos del TS 2-º/cautelar/STS, Sala 3ª, de 18 de mayo de 2005), en el concreto caso que ahora nos ocupa la solicitud de suspensión ha de correr suerte estimatoria, ratificándose las consideraciones efectuadas por el auto apelado, y es que:

a) El pago inmediato no obstante la ausencia de firmeza judicial de la elevadísima cuantía de las liquidaciones impugnadas -casi dos millones de euros- puesto en relación con la falta de liquidez que aqueja con carácter generalizado a la Administración local, erige el riesgo de imposibilidad de ulterior devolución en un perjuicio de difícil reparación suficiente a los efectos cautelares solicitados. A este respecto debemos significar que invocado de modo expreso por la actora dicho riesgo, el Ayuntamiento demandado no ha efectuado la más mínima alegación -ni directa, ni indirecta ni indiciaria- acerca de su solvencia en orden a la futura devolución de un ingreso que, hemos de entender, será destinado al ejercicio en curso o a ejercicios inmediatos.”

En esta línea, la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Murcia (Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección 2ª) de 27 de mayo de 2011 (Recurso de Apelación núm. 396/2010, Ponente Ilmo. Sr. D Abel Ángel Sáez Domenech) confirma ya que “Tampoco es un argumento de peso afirmar que la solvencia de la Administración local se presume para el caso de que tenga que devolver las indemnizaciones pagadas por la concesionaria, ya que son conocidas, en la actual época de crisis las dificultades que incluso la Administración puede tener para hacer frente a sus obligaciones diarias”.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado


miércoles, 6 de marzo de 2013

LOS MONASTERIOS GRIEGOS Y LA EXIGENCIA DE COMPENSACIÓN EN CASO DE EXPROPIACIÓN

 


La situación normativa actual en España, en relación con la expropiación forzosa, nos invita a traer a colación la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 9 de diciembre de 1994, dictada en Estrasburgo, en el asunto de los Santos Monasterios Griegos contra Grecia, la cual con­templó la situación creada por dos leyes griegas de 1987 y 1988 a cuyo amparo el patrimonio agrícola y forestal de los monasterios de la iglesia ortodoxa griega fue transferido al Estado heleno. Son diversas las cuestiones planteadas y los derechos cuya violación se denuncia, pero, como se observará, el asunto se centra en el derecho a una compensación por la privación de la propiedad o expropiación.

En el caso examinado por el Tribunal de Estrasburgo se consideró la existencia de una expropiación legislativa, operada directamente por una ley, aunque ésta no utilizase el término expropiación.

La Ley griega de 5 de mayo de 1987 estableció que, seis meses después de su entrada en vigor, los bienes inmuebles del patrimonio monástico serían considerados como propiedad del Estado salvo que los monaste­rios probasen su dominio en virtud de la existencia de un derecho de propiedad derivado de un título legal y debidamente registrado, una disposición legal o una resolución judicial contra el mismo Estado.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos surge del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales, dado en Roma el 4 de noviembre de 1950, al que se han añadido diversos protocolos. España es parte del Convenio y ha reconocido la jurisdicción de dicho tribunal. Sólo por ello, sus resoluciones son de indudable trascendencia en España, toda vez que las senten­cias que el tribunal dicte en relación con nuestro país serán obligatorias para el Estado en los términos prevenidos por el propio Convenio (si bien cuando el Derecho interno no permita una repara­ción "in natura" se acordará una satisfacción equitativa).

Además, la Constitución española, de 27 de diciembre de 1978, previene, en su Art. 10.2 que "las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Consti­tución reconoce se interpretarán de conformidad con la Decla­ra­ción Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos inter­nacionales sobre las mismas materias ratificados por España". Por consiguiente, los derechos reconocidos por el Convenio y sus protocolos adicionales, así como su interpreta­ción por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, son pauta fundamental para la interpretación de los derechos y liberta­des que nuestro texto fundamental reconoce y garantiza.

Como se ha advertido, el caso se centra en la garantía de la propiedad privada. A estos efectos, el Art. 1 del primer Protocolo Adicional del Convenio de Roma estatuye, en su primer párrafo, que

"Toda persona física o moral tiene derecho al res­pecto de sus bienes. Nadie podrá ser privado de su pro­piedad más que por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios genera­les del Derecho internacional".

En nuestra Constitución, de 27 de diciembre de 1978, este derecho aparece consagrado, en términos similares, en su Art. 33.3, a cuyo tenor

"Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes".

Pues bien, para el Tribunal existó una privación de la propiedad, privación que, no obstante, juzga conforme a una causa de utilidad pública. La discusión se centra, pues, en la proporcionalidad de la ingerencia. En este sentido, declara que

"Una medida de ingerencia en el derecho respecto de los bienes debe guardar un <<justo equilibrio>> entre las exigencias del interés general de la comunidad y los imperativos de la salvaguarda de los derechos fundamenta­les del individuo (ver, entre otras, las sentencias Sprorrong y Lönnroth c. Suecia de 23 de septiembre de 1982, serie A nº 52, p. 26, párr. 69) ...

A este respecto, sin el pago de una suma razonable en relación con el valor del bien, una privación de la propiedad constituye normalmente un atentado excesivo, y una falta total de indemnización no podrá justificarse al amparo del Art. 1 más que en circunstancias excepcionales".

Nótese bien que el Tribunal de Estrasburgo no exige una indemnización completa, una compensación íntegra, de suerte que los objetivos de utilidad pública pueden justificar un reembolso inferior al pleno valor de mercado.

En el caso concreto de los monasterios griegos privados de parte de su patrimonio por virtud de la Ley de 1987, el Tribunal estima, por unanimidad, que existió violación del Art. 1 del Protocolo Adicional, al no existir ninguna compensación.

De hecho, sin restar importancia a la exigencia de una causa de utilidad pública que justifique la privación de la propiedad, la cuestión relativa a la indemnización suele ser la más litigiosa y la que provoca más polémica.

En particular, una cuestión que ha sido objeto de prolongada discusión es la de si la indemnización o justiprecio por la privación de los bienes expropiados ha de compensar íntegramente su pérdida a valor de mercado o son posibles otros criterios, en particular los que establece la legislación urbanística, con criterios objetivos y tasados, que son aplicables a todo tipo de expropiaciones de suelo a partir de la Ley 8/90, de 25 de julio de 1990, de reforma del régimen urbanístico y de las valoraciones del suelo, lo que confirma el actual Texto Refundido de la Ley de Suelo de 2008.

El Tribunal Supremo, si bien tiene declarado, como principio, que el justiprecio debe compensar la pérdida del bien expropiado, ha sentado la doctrina de que "del Art. 33.3 de la Constitución no se infie­re que el Art. 43 LEF [aplicación de criterios estimativos] haya recobrado primacía sobre los valores urbanísticos" (Ss. 25 de febrero de 1983, Ar. 1.004, y 8 de julio de 1986), recordando que "la propiedad del suelo viene modulada por la función social que el ordenamiento le asigna y la propia Constitución en el artículo 47, párrafo final, al proclamar que <<la comunidad participará de las plusvalías que genere la actuación urbanística de los entes públicos>> está indicando que en la indemnización expropiatoria de esta propiedad urbana no se comprenderán tales plusvalías, eliminando así factores que pueden abocar a un valor real o de mercado superior y al que, en parte, ha contribuido la comunidad mediante la acción planificadora ...".

Más recientemente, la Sentencia del TEDH de 4 de agosto de 2009 (Perdigao contra Portugal) nos ilustra de la manera siguiente:

(…)

El Tribunal recuerda que el artículo 1 del Protocolo núm. 1 contiene tres normas distintas: la primera, que se expresa en la primera frase del primen párrafo y reviste un carácter general, enuncia el principio del respeto de la propiedad; la segunda, que figura en la segunda frase del mismo párrafo, trata la privación de propiedad y la somete a ciertas condiciones; respecto a la tercera, en el segundo párrafo, reconoce a los Estados el poder, entre otros, de regular el uso de los bienes conforme al interés general. No se trata, por tanto, de reglas carentes de relación entre ellas. La segunda y la tercera tratan casos concretos de vulneración del derecho de propiedad; por tanto, deben interpretarse a la luz del principio consagrado por la primera (ver, entre otras, James y otros contra Reino Unido [ TEDH 1986, 2] , 21 febrero 1986, ap. 37, serie A núm. 98, que retoma en parte los términos del análisis desarrollado por el Tribunal en su Sentencia Sporrong y Lönnroth contra Suecia [ TEDH 1982, 5] [23 septiembre 1982, ap. 61, serie A núm. 52]; ver igualmente Kozacioglu contra Turquía [ JUR 2009, 69370] [GC], núm. 2334/2003, ap. 48, 19 febrero 2009).

(…)

El Tribunal recuerda que, para ser compatible con la norma general enunciada en la primera frase del artículo 1 del Protocolo núm. 1, una injerencia en el derecho al respeto de los bienes de una persona debe alcanzar un «equilibrio justo» entre las exigencias del interés general de la comunidad y los imperativos de la protección de los derechos fundamentales de individuo (Sporrong y Lönnroth [TEDH 1982, 5], previamente citada, ap. 69). Además, la necesidad de examinar la cuestión del equilibrio justo «sólo se puede sentir cuando se ha probado que la injerencia en litigio ha respetado el principio de la legalidad y que no era arbitraria» (Iatridis contra Grecia [TEDH 1999, 13] [GC], núm. 31107/1996, ap. 58, CEDH 1999-II).

(…)

La única cuestión que queda por examinar es, por tanto, la de saber si se ha mantenido el «equilibrio justo» entre el interés general y los derechos de los demandantes. Al respecto, el Tribunal recuerda que la preocupación por garantizar dicho «equilibrio justo» se refleja en la estructura del artículo 1 en su totalidad y se traduce en la necesidad de una razonable relación de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida (ver, entre otras, Sporrong y Lönnroth [TEDH 1982, 5], citada, ibidem , y Beyeler, [TEDH 2000, 1] citada igualmente, ap. 114). En el marco de la norma general enunciada en la primera frase del primer párrafo de la disposición en cuestión, la verificación de la existencia de dicho equilibrio exige un examen global de los diferentes intereses en causa. Así, en ausencia de abono de una cuantía razonable en relación con el valor del bien, una privación de propiedad constituye normalmente una vulneración excesiva de los derechos del individuo. Por otro lado, los Estados deben poder adoptar las medidas que consideren necesarias con el fin de proteger el interés general de una financiación equilibrada de los sistemas judiciales. En definitiva, en situaciones como la del presente asunto, conviene igualmente examinar el comportamiento de las partes en litigio, incluidos los medios empleados por el Estado en su puesta en marcha (Beyeler, citada, ibidem).

(…)

39

El Tribunal señala que, en este caso, los demandantes recibieron formalmente una indemnización por expropiación, de una cuantía de 197.236,25 EUR, pero que, tras la determinación de la cantidad que debían abonar en concepto de costas judiciales, finalmente no percibieron. Por el contrario, tuvieron que abonar al Estado 15.000 EUR suplementarios en concepto de costas judiciales, tras una reducción sustancial de la cantidad a la que inicialmente habían sido condenados (apartados 16 a 19 supra).

40

En opinión del Tribunal, dichas condiciones de indemnización –o exactamente dicha ausencia de indemnización– no podría, en principio, respetar el «equilibrio justo» exigido por el artículo 1 del Protocolo núm. 1 , disposición que, al igual que todo el Convenio, debe ser interpretada de manera que garantice los derechos concretos y efectivos y no teóricos e ilusorios ( Comingersoll, SA contra Portugal [ TJCE 2000, 123] [GC], núm. 35382/1997, ap. 35, CEDH 2000-IV).