martes, 13 de marzo de 2018

De nuevo sobre los límites del arbitraje en que sea parte la Administración

 


Junto al control jurisdiccional, los posibles conflictos entre la Administración y el particular pueden resolverse a través del arbitraje. En efecto, una alternativa a la solución de los conflictos jurídico-administrativos viene dada por la posibilidad del arbitraje, que es aquella institución por la que uno o más árbitros resuelven, conforme a Derecho o en equidad, las cuestiones litigiosas surgidas entre otras personas, previa sumisión a su decisión.

En efecto, en principio, la resolución de las controversias jurídicas viene encomendada, con carácter exclusivo, a los Tribunales de Justicia en virtud del art. 117.3 CE, según el cual, “el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales”. Como excepción a la exclusividad de la función jurisdiccional, se admite la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos basado en la autonomía de la voluntad de la partes, según se ha declarado entre otras, en las Sentencias del Tribunal Constitucional 74/1995, de 23 de noviembre y 43/1988 de 16 de marzo. En este sentido, el arbitraje se considera “un equivalente jurisdiccional, mediante el cual, las partes pueden obtener los mismos objetivos que con la jurisdicción civil” (Cfr. SSTC 288/1993, de 4 de octubre; y 62/1991, de 22 de marzo). Fuera de estos casos, existen también en el ordenamiento jurídico otros medios de resolución de conflictos, como por ejemplo, los peritajes dirimentes de los artículos 1598 del Código Civil y 327 y 367 del Código de Comercio o el artículo 38 de la Ley 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro. Sin embargo, en estos supuestos las decisiones de los peritos no tienen en ningún caso efectos de cosa juzgada ni son títulos ejecutivos (como ocurre con los laudos arbitrales).

En suma, atendiendo a todo lo anterior así como al derecho a la tutela judicial efectiva reconocido y consagrado en el artículo 24 CE se llega a la conclusión de que nuestro ordenamiento jurídico sólo permite dos vías para que las controversias se resuelvan definitivamente, en caso de persistir la discrepancia, mediante actos con fuerza ejecutiva: la vía jurisdiccional, o, como única excepción a ésta, el arbitraje, cuya esencia y fundamento lo constituye la autonomía de la voluntad.
Ahora bien, como advierte TORNOS MAS, para la Administración, “el arbitraje debe ser en todo caso voluntario y de Derecho”. En efecto, el posible establecimiento de un arbitraje obligatorio puede plantear problemas de constitucionalidad, en cuanto pudiera implicar un conflicto con el derecho a la tutela judicial efectiva proclamado por el artículo 24.1 CE en relación con el ya citado artículo 117.3 de la misma. Dicho precepto no excluye la validez del arbitraje como medio para la solución de conflictos siempre que esté basado en la autonomía de la voluntad de la partes, como se ha declarado entre otras, en las Sentencias del Tribunal Constitucional de 11/1981, de 8 de abril, 174/1995, de 23 de noviembre, y 43/1988, de 16 de marzo. En suma, el sometimiento de los conflictos entre la Administración y los administrados, contratistas u otros, al arbitraje exige, ineludiblemente, el carácter voluntario del mismo, lo que ratifica la inclusión del pacto por el que las partes se someten al arbitraje, entre los contratos y convenios.

De otro lado, aparte del problema de la voluntariedad del arbitraje, para hacerlo compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24 de la Constitución, en materia administrativa nos encontramos con la exigencia constitucional del control jurisdiccional de la legalidad de la actuación administrativa, de acuerdo con el artículo 106.1, a cuyo tenor “los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”. A este respecto, recurriendo nuevamente a BUSTILLO BOLADO, podemos entender que, si bien podría argüirse que si la Constitución encomienda a los tribunales el control de legalidad de la actividad administrativa, difícilmente puede admitirse que, previo convenio con los sujetos interesados, la propia Administración eluda el control del Poder Judicial y lo sustituya por otro mecanismo alternativo, el arbitraje sería perfectamente posible siempre y cuando se encontrara entre los medios legalmente dispuestos al alcance de la Administración, como equivalente jurisdiccional (al igual que respecto a los particulares), pero sería muy cuestionable la admisibilidad del arbitraje de equidad, por el sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho (art. 103.1 CE).

El pacto por el cual las partes someten la decisión del conflicto al arbitraje es el convenio arbitral. Pues bien, tradicionalmente, nuestra legislación ha sido reacia a la sumisión de la Administración a arbitraje, incluso en materias jurídico-privadas. Así, el artículo 12 del Real Decreto de BRAVO MURILLO de 27 de febrero de 1852 prohibió expresamente el juicio de arbitraje en la contratación del Estado. Posteriormente, tanto el artículo 6 de la Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911, como el artículo 41 de la Ley de Patrimonio del Estado, de 15 de abril de 1964, exigían una Ley para someter a la Administración a arbitraje.

En la actualidad, en cambio, el artículo 7.3 LGP (y el art. 31 LPAP) dispone que “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los derechos de la Hacienda Pública, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten respecto de los mismos, sino mediante Real Decreto acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del de Estado en pleno”.

En la legislación autonómica, el arbitraje queda sujeto normalmente, al igual que la transacción, al acuerdo del Consejo de Gobierno. Podemos citar, en este sentido, el artículo 12.3 de la Ley de Patrimonio de la Generalidad Valenciana, de 10 de abril de 2003.

La competencia consultiva del pleno del Consejo de Estado viene corroborada por el art. 21.8 de su Ley Orgánica reguladora. Al menos, la legislación de algunas Comunidades Autónomas exime del dictamen del respectivo Consejo Consultivo para asuntos de menos de 300.000 euros (artículos 17.8 de la Ley 4/2005, de 8 de abril, del Consejo Consultivo de Andalucía, y 15.4 de la Ley 1/2009, de 30 de marzo, del Consejo Consultivo de Aragón); pareciendo deseable que este límite se extendiese a otras Comunidades y al Estado.

Sigue siendo un requisito no fácil de cumplir pero es clara la evolución a favor de restringir menos esta posibilidad. Además, al igual que en el arbitraje privado, cabe admitir que la Administración y la otra parte se sometan a arbitraje tanto a través de un convenio arbitral que tenga tal efecto como objeto principal, como a través de una cláusula arbitral inserta en otro contrato principal, para resolver las controversias derivadas del mismo. En este sentido y para facilitar el cumplimiento del señalado requisito, SOSA WAGNER sugiere que la cláusula arbitral se incluyese en el pliego de cláusulas administrativas generales, aprobado por el Consejo de Ministros e informado por el Consejo de Estado.

Existe, de hecho, en los últimos tiempos, una creencia bastante generalizada en la oportunidad de facilitar el arbitraje en las cuestiones litigiosas de la Administración. El Consejo de Estado, en su dictamen 4464/98, de 22 de diciembre de 1998, señala a este respecto que "comparte la opinión de que resultaría conveniente potenciar la figura del arbitraje... Así, en el dictamen 214/92 ya se afirmó que el arbitraje constituía <<una pieza importante para dirimir las contiendas que pudieran suscitarse entre los contratistas y la Administración, evitando que llegaran a revestir estado litigioso".

Como señala MONEDERO GIL, “el arbitraje se nos presenta como una vía de resolución de conflictos entre las partes, más rápida, más barata y menos formalista que la vía jurisdiccional; y desde luego más objetiva y segura que los <<arreglos>> que la Administración y los administrados contratantes concluyen en ocasiones para zanjar discrepancias de forma discreta por conveniencia de ambas partes”.

SAURA LLUVIA advierte que el arbitraje administrativo “representa una novedosa e inédita forma de solventar las diferencias entre la Administración y los ciudadanos”, si bien “se hace preciso determinar el carácter alternativo o sustitutivo del arbitraje en relación al recurso ordinario y no parece que la vía obligatoria, forzosa o excluyente sea adecuada. El arbitraje siempre ha de ser voluntario y el ciudadano podrá optar por acudir a él en los casos predeterminados por la ley, en lugar de interponer recurso ordinario”.

BUSTILLO BOLADO recuerda que las dos ventajas que normalmente se predican del arbitraje son la rapidez y la especialización, y si bien se puede obtener una mayor rapidez, dada la lentitud de la Administración de Justicia en general, y del orden jurisdiccional contencioso-administrativo en particular (a pesar de cierta agilización debida a la introducción de los Juzgados unipersonales de lo Contencioso-Administrativo), es difícil conseguir, en términos generales, una mayor especialización. Con todo, a nuestro juicio, ello sería posible en áreas determinadas (p.ej. fiscal, urbanística o en sectores especiales). No creemos que la especialización de lo contencioso-administrativo, ni en los Juzgados, ni siquiera en los Tribunal Superiores, pueda considerarse imbatible.

La vigente Ley de Arbitraje, en su artículo 2.1, al definir las controversias jurídicas susceptibles de ser reconducidas al arbitraje, se refiere a “materias de libre disposición conforme a Derecho”. A ello añade su artículo 2.2 que “cuando el arbitraje sea internacional y una de las partes sea un Estado o una sociedad, organización o empresa controlada por un Estado, esa parte no podrá invocar las prerrogativas de su propio Derecho para sustraerse a las obligaciones dimanantes del convenio arbitral”, por lo que sí serían oponibles, en cambio, en los arbitrajes internos. Por todo ello, parece claro que dicha Ley no es aplicable a los conflictos jurídico-administrativos internos, pero nos da una idea o punto de partida en este ámbito, en el cual, aparte de las relaciones de Derecho privado, la mejor doctrina entiende que podrían someterse a arbitraje las relaciones jurídico-administrativas conflictivas en materia de contratos o convenios y del ámbito permitido a la negociación en materia de función pública. A ello añaden otros autores el supuesto de ejercicio de potestades discrecionales, fuera de los elementos reglados, así como reclamaciones de cantidad, ya deriven de la expropiación forzosa o de supuestos de responsabilidad patrimonial, entre otros posibles.

Así, SAURA LLUVIA considera que “serán arbitrables todas aquellas cuestiones derivadas de actividades administrativas típica o básicamente convencionales... No obstante, conviene indagar qué aspectos..., por su componente fáctico o no estrechamente reglado, son susceptibles de someterse a la técnica expuesta”. Por su parte, BUSTILLO BOLADO, desde otro punto de vista, considera posible la previsión de arbitraje “en asuntos sobre los que los recurrentes tengan plena disponibilidad y cuya resolución no se proyecte directamente sobre la esfera jurídica amparada por el derecho de terceros ajenos al convenio arbitral”. Incide de este modo, en la esfera de disposición del administrado, más que en la esfera de disposición de la Administración. En nuestra opinión, ambas perspectivas han de ser tenidas en cuenta, si bien el principal objeto de debate en esta materia es el relativo a la esfera de disposición de la propia Administración.

La reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 2017 (RC 1715/2015) es bastante restrictiva con los arbitrajes de la Administración, incluso en materia de Derecho privado.

Dice así:

“el principio dispositivo (inherente a la transacción y el arbitraje) termina donde comienza la vinculación indisponible al Derecho imperativo al que la Administración no puede dejar de sustraerse (expresión gráfica de esta regla es, v.gr., el artículo 86 de la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, que establece gráficamente que las Administraciones Públicas podrán celebrar acuerdos, pactos, convenios o contratos con personas tanto de Derecho público como privado, “siempre que no sean contrarios al ordenamiento jurídico ni versen sobre materias no susceptibles de transacción”).
Por consiguiente, cuando en un contrato o convenio se introduce una cláusula de sometimiento de controversias a arbitraje, la aceptación de la viabilidad jurídica de esa cláusula no puede entenderse en modo alguno como una remisión incondicionada de cualesquiera controversias al arbitraje, sino como solución mediante arbitraje de las contiendas que versen sobre materias susceptibles del mismo… sólo en aquellos supuestos legalmente admisibles para la Administración; que son precisamente aquellos en los que no están en juego potestades y normas sobre cuya vigencia y operatividad no hay margen de disposición.
Y esto que se acaba de decir también no es sólo predicable de la relación jurídica de Derecho Público, sino que también se proyecta sobre las relaciones de Derecho Privado de la Administración, porque también en dichas relaciones la presencia e intervención de la Administración impone la toma en consideración de principios y reglas específicos, no extensibles al régimen común, como los de interdicción de la arbitrariedad y consiguiente control de la actuación discrecional (art. 9.3 CE); servicio a los intereses generales, objetividad y legalidad (art. 103.1 CE). Toda actividad administrativa –también la que se desenvuelve en régimen de Derecho privado- se encuentra siempre y por principio teñida por la finalidad del interés general, y eso determina que la definición y la dinámica de esa relación no puede ser nunca idéntica a la que se aplica en las relaciones estrictamente particulares. Al contrario, la intervención de la Administración Pública en el tráfico jurídico, tanto como privado, precisará siempre de un substrato jurídico que salvaguarde eficazmente la subsistencia de esos principios generales constitucionalmente garantizados, que, en otro caso, podrían no verse suficientemente protegidos, con perjuicio último para la sociedad a la que la Administración sirve.
Así ocurre, por ejemplo, con la contratación pública o con las relaciones patrimoniales sobre los bienes públicos. Por mucho que se distinga entre contratos administrativos y contratos privados, o entre bienes demaniales y patrimoniales, siempre existirá, tanto en unas como en otras modalidades, un fondo de Derecho Público indisponible (recuérdese sin ir más lejos la clásica teoría de los llamados actos separables), sobre el que no es posible ni la transacción ni el compromiso o el arbitraje privado.
Más concretamente, por lo que respecta al Derecho de los bienes públicos, no ha de perderse de vista, ante todo, que el demanio es una institución jurídica constitucionalmente garantizada, en cuanto que expresamente reconocida conforme a su caracterización dogmática clásica en el artículo 132 CE. Hallándonos, pues, ante una garantía institucional que el legislador ordinario está obligado a preservar en los principios estructurales que la hacen reconocible como tal, queda fuera de duda que esos principios estructurantes, y en general la institución jurídica del dominio público, está fuera de cualquier clase de composición particular.
Desde esta perspectiva, se explica la regulación incorporada al artículo 31 de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas 32/2003 (LPAP), a cuyo tenor “no se podrá transigir judicial ni extrajudicialmente sobre los bienes y derechos del Patrimonio del Estado, ni someter a arbitraje las contiendas que se susciten sobre los mismos, sino mediante real decreto acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del de Hacienda, previo dictamen del Consejo de Estado en pleno”. Se ubica este precepto en un capítulo de la Ley intitulado “de las limitaciones a la disponibilidad de los bienes y derechos” (a continuación de un artículo, el 30, que declara que “los bienes y derechos de dominio público o demaniales son inalienables, imprescriptibles e inembargables”);fluyendo con evidencia de esta ubicación sistemática del artículo 31 que se limita con severidad el sometimiento a arbitraje de las contiendas sobre los bienes públicos precisamente por tratarse de un ámbito en el que no rige el principio dispositivo”.

De este modo, la meritada sentencia sostiene que “la determinación del carácter demanial de unos terrenos es cuestión que por definición no puede dilucidarse a través de un procedimiento de arbitraje privado. Al contrario, con carácter general, el desenvolvimiento del arbitraje en la relación jurídica de Derecho Público tropieza con un obstáculo difícilmente salvable cuando se enfrenta a los principios de legalidad e indisponibilidad de las potestades administrativas. La Administración Pública, vinculada constitucionalmente a una regla de sometimiento pleno a la Ley y al Derecho (arts. 9, apartados 1º y 3º, y 103 CE) no puede disponer ni transigir sobre la aplicación de las normas que rigen su actuación salvo en la medida que esas mismas normas lo permitan”; y “A tenor de cuanto se ha vendido exponiendo, forzoso resulta concluir que una eventual controversia sobre la caracterización jurídica de un bien de propiedad de una autoridad portuaria, como patrimonial o demanial, no es cuestión que pueda diferirse a un arbitraje. Ahí nos hallamos ante una potestad administrativa indisponible, por lo que si la Administración considera que el bien en cuestión es demanial, no es esta cuestión que pueda abandonarse al juicio de un árbitro en virtud de pacto entre las partes enfrentadas, sino que una vez resuelta en tal sentido por la propia Administración que así lo afirma, únicamente podrá discutirse, en su caso, ante la Jurisdicción por los cauces impugnatorios oportunos”.

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